Antonio Muñoz
Molina
El País, 30.12.2022
Hay una particular intensidad
de símbolos en estos días cercanos al final del año; una gravitación de
leyendas antiguas sobre nuestra conciencia laica. Lo que no es más que una
división ilusoria de fechas en el calendario cobra una presencia inmediata de
umbral y paso fronterizo. Por debajo de todo late la evidencia astronómica del
solsticio de invierno, la noche más larga y más oscura del año, que a partir de
ahora irá retrocediendo muy gradualmente según avance la duración solar de los
días. Las leyendas originarias tienen sobre nosotros un influjo
tan poderoso, y tan inadvertido, como las leyes de la naturaleza, que por
frivolidad o soberbia tecnológica no nos cuesta nada ignorar. Lo queramos o no,
igual que no podemos ignorar la alternancia cotidiana entre el día y la noche,
que rigen nuestros ritmos vitales, tampoco podemos librarnos del influjo de las
historias que vienen transmitiéndose desde hace milenios, y a las que
respondemos de una manera tan instintiva como a la música.
Los historiadores nos enseñan
que en la Roma de los primeros tiempos del cristianismo se celebraba ya
el Natalis Solis invicti, el nacimiento o el renacer del sol
después del día más corto del año. Encima de ese sustrato se cuenta la historia
equivalente del nacimiento de Cristo en una noche cerrada de invierno, del
mismo modo en que sobre el mismo solar en el que hubo un templo pagano se erige
una iglesia. Como ha explicado hace poco Juan Arias en estas mismas
páginas, con la sabiduría cordial que pone en todo lo que escribe, la mayor
parte de los detalles familiares del relato navideño son imaginarios, y ni
siquiera están fundamentados en la autoridad de los Evangelios. Pero son esos
detalles circunstanciales los que alimentan la fuerza poética y narrativa de
una fábula que nos estremece más aún porque su antigüedad histórica tiene su
equivalencia con la lejanía de su arraigo en nuestra memoria personal: y no ya
con la memoria consciente, tan limitada y tan infiel, sino con la otra más
profunda, la que responde a la música y a los olores y sabores que el recuerdo
voluntario no puede invocar.
A Cyril Connolly, tan inglés en su desapego irónico, tan
exigente en sus criterios de calidad literaria, lo estremecía la belleza simple
del villancico castellano: “La Nochebuena se viene, / la Nochebuena se va. / Y
nosotros nos iremos / y no volveremos más”. Cuando encontré esos versos en la
obra maestra casi secreta de Connolly, The Unquiet Grave, tuve la
sensación de reconocer una voz conocida y querida en un lugar extranjero. La
congoja súbita que expresan sobre el paso del tiempo contrasta con el júbilo de
la música y del estribillo que los acompañan. Al niño que le presta atención
por primera vez, ese villancico lo sobrecoge porque le confirma la revelación
dolorosa del hecho de la muerte, que suele llegarle con tan innecesaria
precocidad hacia los cuatro o los cinco años. Las cosas no seguirán siendo
siempre igual que son ahora, en la arcadia sin tiempo del presente infantil.
Los padres se harán viejos y morirán, igual que morirán el perro o el gato de
la familia, y aunque parezca increíble también se morirá uno mismo, y no
volveremos más.
Béla Bartók resume en tres los rasgos decisivos de la
música popular: desnudez formal, intensidad expresiva, ausencia de
sentimentalismo. Ahora los villancicos suelen ser una cantinela de voces
azucaradas y agudas que suena de fondo en un centro comercial, pero los que se
cantaban todavía cuando yo era niño podían enunciar verdades tan amargas como
la de esa estrofa que entusiasmó a Cyril Connolly, y se correspondían
exactamente con los rasgos que definió Béla Bartók, que son más o menos los
mismos que atraían a los dos grandes indagadores españoles de la música
popular, Manuel de Falla y Federico García Lorca. Yo despertaba una mañana de
diciembre y sabía que estaban empezando las Pascuas, como se decía entonces,
porque olía a ciertos dulces caseros que solo se hacían en esas fechas y porque
las voces de las mujeres de mi casa iban cantando villancicos por las
habitaciones según hacían las tareas diarias.
En ellos, el contenido
devocional era casi inexistente, más allá de la proclamación de la alegría por
el recién nacido, en la que estaba cifrado todo el júbilo y el asombro terrenal
por ese hecho inusitado que es el nacimiento de una criatura. Lo que seducía de
aquellos villancicos eran sus historias de intemperie y de desamparo, y una
riqueza de pormenores sobre la vida popular muy parecida a la que está en los
belenes napolitanos, en la pintura tardomedieval y del Renacimiento, y en
esos presépios o pesebres portugueses del siglo XVIII que son
como enciclopedias visuales y documentos precisos sobre los oficios, las devociones
y las fiestas de la gente trabajadora, los campesinos y los pastores que son
los primeros en recibir la buena nueva del nacimiento de Cristo. Había un villancico de la Huida a Egipto en el que el niño
lloraba de sed: “No pidas agua mi niño / no pidas agua, mi bien / que los ríos
bajan turbios / y no se puede beber”. Había otro en el que el niño Jesús
aparecía aterido y desnudo a la puerta de una casa, y una mujer caritativa
decidía acogerlo: “Pues dile que entre / y se calentará / porque en esta tierra
/ ya no hay caridad”.
De nuevo son palabras
tremendas, que contrastan con la dulzura de la entonación y de la melodía, y
por eso se escuchan al final de la más amarga fábula navideña del cine,
el Plácido de Luis G. Berlanga, donde
se les añade una apostilla sobre la caridad que también cantaban a veces las
mujeres en mi casa: “Y nunca la ha habido/ y nunca la habrá”. En Plácido,
mientras la gente de orden se pavonea exhibiendo la santurronería de sus
caridades mezquinas, una familia desvalida va de un lado a otro pidiendo una
ayuda que nadie le concede, tan vagabunda en su pobre motocarro como José y
María en el cuento evangélico, el carpintero sin trabajo y la embarazada muy
joven a punto de parir que no encuentran un refugio donde pasar la noche y
donde tal vez ella tenga que dar a luz. Escuchando los villancicos en el calor
y la seguridad de su casa, en el abrigo de su familia, el niño intuía el
espanto del desarraigo, la crueldad sin explicación de un mundo en el que había
personas sin un techo que las protegiera en las noches heladas de aquellos
diciembres.
Al cabo de muchos años y mucho descreimiento me doy cuenta de que quizás fue en los villancicos y en las artes populares de la Navidad donde a muchos de nosotros se nos transmitieron las primeras nociones sobre la bondad y la justicia, sobre la frontera radical entre los protegidos y los expulsados, entre los poderosos que cabalgan en comitivas cargadas de tesoros y los pobres que llevan al portal de Belén la ofrenda tan valiosa de una cesta de huevos, o un queso, o una gallina. Al fondo de algunos cuadros de la Natividad, y de algunos presépios portugueses, se ven escenas terribles de la Matanza de los Inocentes. La misma pareja errante que no encontró albergue en Belén tiene que salir huyendo a otro país con su hijo recién nacido para escapar a la persecución de un déspota homicida. Vladímir Putin bombardeando escuelas y hospitales de maternidad es uno de los nombres variables de Herodes. Hay fábulas que duran siempre porque contienen una médula contemporánea de verdad.
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