DONOSTI-2013
Si te digo la verdad,
esperaba cualquier cosa. Se ha dicho mil veces, y es verdad: un maratón no se
parece a nada, y menos aún a otro maratón.
El de hoy era en Donosti,
medía 42.195 metros y se corría con cielo nublado y viento casi en calma. Un
maratón ‘de durse’ que le dicen por Osuna.
Lo que pasa…Lo que pasa
es que los maratones hay que correrlos, y con eso no contábamos. O peor: esta
vez todo pintaba mal, salvo el cielo, que, como queda dicho, se portó
divinamente.
Las dos semanas previas
fueron de pena: lesión en el gemelo, entrenamiento chafado y todas las dudas
del mundo. Tantas que desde la salida ya iba pensando en cobrarme la revancha
en Málaga el 8 de diciembre, o en Pisa el 15. Para acabar de arreglarlo, el
pulso se puso de morros.
¡Pues qué bien!
Descartada cualquier
opción medio decente, me descolgué detrás del guía de 3h30 y me dediqué a
divagar a la espera de que fueran cayendo kilómetros al cesto.
El paisaje del maratón donostiarra
da bastante de sí: la isla de Santa Clara (cementerio de marginales y apestados
hace ya siglos) viene a ser un imán que te atrae a la altura del k10, aunque no
sabes si por apestado o por tontaina; delante va una chica de negro con las
cuatro extremidades enrojecidas, casi amoratadas (‘moraíta de martirio’, se
diría); poco más allá, otra corredora viste con camiseta de la selección
española y un tutú (¿otro canto del cisne?). Lo que digo, un paisaje de
fantasías variadas que le colocan a uno en un territorio de ensueños. Lo que
viene siendo un maratón.
Y efectivamente, me he
dormido; pero en el lote va todo, incluso el gemelo, que también dormita. Eso
que vamos ganando.
A lo tonto modorro,
pasamos la media, con un tiempo muy mediocre, aunque me siento medio aliviado, porque hoy solo aspiro a
llegar como sea (“¡Cómo no vas a llegar, la hostia!”, me ha soltado Volcán, en
plan bilbaíno, diez minutos antes de la salida), de modo que lo doy por bueno.
A partir del k24, me voy
sintiendo mejor (“si no ha saltado ya el gemelo, lo mismo aguanta”, me animo),
y comienzo a hacerme ilusiones. En el 30 me espera Gloria con el viático (esta
vez, medio maratón es suyo), y ahora sí, de nuevo frente a la isla de Santa
Clara, me olvido de pestilencias y me pongo a correr. Si acierto, bien; y si
no, otra vez será.
Con ese barrunto, me
planto en el 34, el momento clave de esta prueba, un paisaje vacío que siempre me ha gustado
porque te pone cara a cara frente a la carrera, sin otra compañía que el
zarpazo de un corte de rock agrio en la megafonía. Ahí supe en 2007 que iba a
bajar de 3h, y aún no se ha disipado el encanto.
Ya solo queda volver a
casa, con algo de viento a favor. Comparto un kilómetro con la chica del tutú,
que recibe el aplauso constante del público. Cada paso que doy me confirma que
el gemelo aguantará, de modo que me pongo al ritmo que había previsto durante
la preparación. De ahí a meta, voy pasando a docenas de corredores e incluso me
regaño un poco por no haber arriesgado algo más desde el principio; pero como
estoy disfrutando, se me pasa el enfado.
En el 41, mucha gente
animando, entre ellos Gloria y Daniel (que ha hecho un diez mil de lujo).
Inevitable congestión de emociones (hoy he vuelto a recordar que el principal
objetivo de quien corre maratón es acabar) y enseguida la meta.
El vigésimo, si nada se tuerce, en primavera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario