En el número 13 de Forja, publicado en el otoño de 2006, Germán Pinto, bajo el seudónimo de El buen amigo, nos deleitó con un artículo lleno de delicadeza y ternura titulado El mazapán. Han pasado ya doce años y nada se puede añadir a esa pieza perfecta y primorosa que escribió Germán. Si acaso, recomendaros de nuevo su lectura, ahora que estamos en días de Nochebuena (1), y contaros brevemente mi reciente visita a esos espacios artesanos, donde se hace el mazapán, con el fin de preparar la grabación de unos vídeos (2).
He esperado a que llegasen los primeros fríos de diciembre para acercarme a los dos obradores de mazapán del pueblo. Nada más entrar, primero en Mazapanes Valdepusa y luego en Luis Menor, siento algo más que calor y olor del bueno. Amables y sonrientes, me reciben todos los que en uno y otro obrador trabajan, mujeres y hombres que siguen con sus tareas mientras me dispongo a grabar lo imposible, la creación artesanal de un producto genuino y popular: el mazapán.
Es un festín de imágenes lo que va seleccionando abruptamente mi cámara
pero, tras ella, yo refreno sus pasos tratan-do de darle al reportaje un aire
de armonía y de sinceridad: reci-pientes llenos de almendra y azú-car, ágiles y
expertas manos que modelan figuritas a una velocidad de vértigo, un horno de
leña cuya boca de fuego espera paciente la experta mano que saca las bandejas
de la cueva silenciosa y roja, la brocha diestra que pinta con esmero la
superficie de cada pajarita, las torres de bandejas en las que se enfrían
centenares de piezas de todos los estilos, las fotografías antiguas y las de
ilustres clientes que ilustran los mostradores, las caras satisfechas por el
trabajo bien hecho y la sonrisa dichosa de saber que se está elaborando algo
que hará feliz a quien lo compre, a quien lo regale y a quien lo paladee.
En Luis Menor y en Mazapanes Valdepusa siempre
huele a Nochebuena y siempre se oye el murmullo de rumorosas conversaciones que
acompañan el trabajo artesanal. En estos obradores todo es limpio, todo es
blanco, las batas, los gorros, las paredes, las luces, y todo se hace a mano.
Sus dueños me explican muchas cosas y, en la despedida, me dan a probar una
pajarita. Mientras mastico la dulce masa, cierro los ojos y siento que, de
verdad, estoy en la gloria y, en ese preciso instante, quiero que se detenga el
tiempo para que todo el mundo sepa que el arte del mazapán es el paraíso que
ofrece el pueblo de Los Navalmorales a todos los hombres y mujeres de buena
voluntad.
Jesús Bermejo
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