"Julen no ha sido rescatado. Ha sido
exhumado. Es la diferencia entre la vida y la muerte, entre la esperanza y la
sentencia. Carecía de todo sentido, es verdad, aferrarse a una ofrenda
milagrosa de la madre tierra, pero el desenlace trágico no contradice la
ejemplaridad de la iniciativa, el esmero de los voluntarios, la abnegación y el
riesgo de los mineros, la delicadeza con que las grandes máquinas horadaban el
misterio de la montaña, colosos de acero que arañaban la sepultura del infante
exánime.
A Julen se lo había tragado la
tierra. Cuántas veces hemos escuchado la expresión coloquial. Y qué pocas veces
ha estado revestida de tanta elocuencia. Una trampa. Una fatalidad, un
accidente conmovedor al que su gente, las gentes, han opuesto el calor de la
humanidad. No había esperanza de recuperar vivo a Julen transcurridas 48 horas,
pero hubiera sido despiadado desahuciar su alma. No ya como remedio a la
congoja de sus padres, sino por la dignidad de la sociedad. Ha dado lo
mejor de sí misma en el altruismo y en la expectación. El interés hacia la
noticia no removía los bajos instintos de los sucesos morbosos. Obedecía al
suspense y estupor de una proeza nunca vista. La humanidad se expone en las
causas imposibles, en las emergencias de sensibilidad.
Julen respondía a ambas. Su desaparición
en el vientre de la montaña apelaba a la incredulidad y a la piedad. Se han
puesto todos los medios económicos, logísticos, humanos. Se ha reaccionado con
ingenio y sudor a un desafío que retrata el activismo de las conciencias. Podía
haber sido nuestro hijo, nuestro nieto, nuestro hermano. No podíamos
consentirnos abandonarlo. Había que rescatarlo para volverlo a enterrar, pero
esta vez con una lápida, un epitafio, un lugar de memoria menos abstracto que
el monte desventrado de Totalán.
Se han producido algunos excesos de
morbosidad mediática. Han sido inevitables los episodios de sensacionalismo y
amarillismo, pero la cobertura informativa se ha atenido casi siempre al
requisito del pudor o de la prudencia. Y no eran pequeñas las tentaciones de lo
contrario.
Las narra mejor que nadie Billy Wilder
en la película de El gran carnaval. No la protagoniza
un niño, pero sí el dueño de un motel cuyo cuerpo queda atrapado en una gruta
mientras buscaba unos vestigios indígenas en Alburquerque. El rescate engendra
la histeria social y el circo mediático. Y se convierte el pueblo de Los
Barrios en una feria ambulante. Por eso los protagonistas de la operación —un
periodista despiadado, un sheriff feroz—
demoran el salvamento. Y sentencian a muerte al hombre extraviado de tanto
prolongar la incertidumbre.
No ha habido gran carnaval en Totalán.
Las cosas se han hecho despacio no por suspense, sino por cordura. Días de
frío, noches de insomnio. Un reloj de arena que sepultaba a la criatura con el
fetiche de las chucherías. Y una distancia de seguridad, una zona de excepción,
entre las caravanas televisivas y el yacimiento que preservaba el pudor. Nadie
mejor que unos mineros asturianos, nibelungos sin porvenir, para excavarlo.
Julen era uno de los suyos. Han expuesto sus vidas. Por un niño de dos años. Y
por la humanidad entera.
Un martillo de minero es la única
inscripción en la tumba de Ibsen. Se aloja en el camposanto de Oslo. Y no es la
herramienta un símbolo masónico, sino la alegoría del regreso de los hombres al
vientre de la tierra. “Hay paz en lo más profundo”, escribe Ibsen. “La paz y el
sueño inmemorial”.
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