Artículo de Antonio Muñoz Molina en El País, 26 de enero de 2019
“Una frase leída en un artículo desata de golpe el
caudal del recuerdo: un fogonazo o una punzada de dolor antiguo y revivido
precede a la memoria consciente. Estoy leyendo el periódico en la placidez de
la mañana del domingo y me encuentro de regreso en un pasado lejano que sin
embargo no pierde nunca su filo. Dentro del hombre de pelo gris entrado en años
que soy ahora despierta un muchacho que acaba de cumplir 18 años y empieza a
asomarse al mundo, que llegó a Madrid hace apenas dos meses, con su apocamiento
y su ilusión de provinciano, con sus ensoñaciones de rebeldía personal y de
activismo político, todo mezclado con una vocación del todo adolescente por la
literatura.
El regreso lo ha
despertado una frase en un artículo de Edurne Portela. La lectura
empieza siendo un ejercicio de reflexión política y en un instante se ha
convertido en algo más, un recuerdo latente que el tiempo no amortigua porque
es el de un ingreso súbito y cruel en la vida adulta. Portela escribe sobre la
vergüenza española de la desmemoria, de la falta de interés y de reconocimiento
público hacia los perseguidos por la dictadura, los que se
alzaron contra ella y recibieron el azote de su crueldad. Justo en el centro de
lo más visible y lo más degradado turísticamente de Madrid está el escándalo de
lo invisible y lo borrado. La sede enfática de la Comunidad de Madrid fue la
Dirección General de Seguridad durante la dictadura, el agujero negro al que
fueron arrojados millares de detenidos, muchos de ellos
golpeados, torturados, asesinados. De la fachada de lo que
llamábamos hace muchos años la degeese colgaba
a finales del año pasado una gran bandera española sin el escudo
constitucional, rodeada de una variedad de decoraciones navideñas. En esa
fachada hay una placa que recuerda el levantamiento popular del 2 de mayo de
1808, pero ninguna conmemorando otros heroísmos y sufrimientos más cercanos,
los de los presos —y las muchas presas, puntualiza Portela— que padecieron en
las celdas de los sótanos y fueron interrogados y torturados en oficinas de un
aire del todo administrativo, con muebles metálicos grises, máquinas de escribir,
ceniceros llenos de colillas.
Quien pase por la acera, siempre invadida de
turistas, puede que no repare en las ventanas enrejadas que hay al nivel de la
calle. Los dinteles son de granito, y las rejas, muy sólidas. Detrás de ellas se
distingue el arranque de bóvedas que descienden hacia una negrura de pozo.
Escribe Edurne Portela: “Me asomo a esas ventanas del sótano desde las que los
presos decían que oían pasar a la gente”. Desde el suelo de las celdas, y desde
el bloque corrido de cemento sobre el que se alineaban las colchonetas, las
ventanas quedaban muy altas. Ni aun alzándose sobre los hombros de otro habría
podido un preso alcanzar los barrotes y asomarse a la calle, a la altura de la
acera, donde sonaban los pasos de la gente. Ese es el recuerdo más preciso, más
exacto, al cabo de tanta vida, 45 años. Se oían muy claros los pasos de la
gente, y por su sonido se distinguían los hombres de las mujeres, el taconeo
rápido y atareado de la juventud y los pasos arrastrados de los viejos o de los
mendigos o los enfermos. Gracias a esa percusión el oído compensaba la ausencia
de la vista.
Pero no solo se oían los pasos desde el fondo del
pozo, desde el interior de la celda. Se oían también los bastones de los ciegos
que en aquella época todavía pregonaban su lotería por las esquinas, y el
fuelle de los frenos hidráulicos de los autobuses que tenían la parada muy
cerca. A veces se notaba el rumor sísmico de los trenes del metro. Se oían
ráfagas y fragmentos de conversaciones, risas, gritos, la voz perentoria de un
hombre llamando un taxi, los silbatos de los guardias de tráfico. Cuando el sol
daba con un cierto ángulo, en el aire gris de la celda se entreveía la sombra
de alguien que pasaba. La luz filtrada por la tela metálica sucia tenía un
color de rata. La libertad, la simple vida cotidiana, estaba a unos pasos por
encima de nosotros, y también tan lejos como si no existiera, como el recuerdo
doloroso de lo que se ha perdido para siempre.
Los sonidos que llegaban desde las profundidades de
aquel sótano eran más siniestros. Las puertas de las celdas se abrían y se
cerraban con una violencia amenazante. Éramos 20 en una celda para 10. El
número está inscrito en mi memoria igual que en la puerta, encima de la
mirilla: 47. El murmullo de nuestras conversaciones en una penumbra sin matices
en la que siempre ardía una bombilla pelada se detenía cuando escuchábamos
pasos, tacones de botas sobre el suelo helado de piedra. Era marzo de 1974.
Acababan de ejecutar a Salvador Puig Antich. Sin conocer a casi nadie todavía
en la Facultad, yo me había unido a una manifestación de protesta contra el
crimen, cortando el tráfico en la avenida Complutense. Los grises con botas
altas y cascos de acero, con pértigas negras y espuelas relucientes, cargaban contra
nosotros a caballo, bajo el tableteo de un helicóptero de la policía que volaba
muy bajo.
Dentro de todo, yo tuve suerte. Me golpearon entre
varios tirado en el suelo, y en el interrogatorio me llevé algunas bofetadas,
delante de una mesa con ceniceros y expedientes. Amenazar a un adolescente
asustado y esposado debía de ser un pasatiempo entretenido. Me tuvieron
encerrado tres días en aquella celda y me pusieron una multa administrativa que
equivalía casi a la cuarta parte de mi beca y me forzaba a la extrema penuria.
Me condenaron perdurablemente a tener miedo: a ser detenido otra vez, a perder
la beca y, por tanto, a renunciar a la universidad. La primera o la segunda
noche se abrió la puerta de la celda y un preso al que traían entre dos grises
se derrumbó como un guiñapo en el suelo. Nos contó que lo habían torturado
golpeándole durante horas las plantas de los pies. A lo largo de los pasillos,
junto a las puertas de las celdas, estaban las botas y los zapatos sin cordones
de los detenidos. La llegada y el progreso de la noche podían medirse por el
silencio que se hacía poco a poco en la acera. Después de media noche no había
autobuses y se escuchaban pasos aislados, risas de juerguistas. En ese silencio
era cuando llegada de verdad el miedo."
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