Hemos venido hasta el centro de Madrid con intención de dar un paseo en esta mañana no muy fría de diciembre, un día de diario, lejos de las masas que, por calles de dirección única, como una pesadilla, van y vienen entre luces de navidad y tiendas abarrotadas.
No es nuestra intención hacer fotos, pero al ver a varios grupos de personas tomar como fondo de sus instantáneas la fachada principal del edificio Canalejas, el nuevo emporio del lujo de Madrid, tomamos nuestro móvil y hacemos algunas fotos, quizá inmortalizando ese juego de deseos de la gente de querer entrar en el recinto exclusivo de los muy ricos, un nuevo cuento de Cenicienta despojado de príncipes y de zapatos y, ya sin escrúpulos, mostrando la verdadera identidad de los poderes del dinero. Quizá deberíamos agradecer a esos poderes no tan invisibles que, por fin, se hayan dado cuenta de que el centro de la capital, despojado de coches, tiene otro ritmo y otra acústica, así que, bienvenidos a la ciudad de los peatones, de esos que vamos a pie, aún a sabiendas de que multitud de cachivaches con ruedas atraen a gentes de conciencia casi infantil y, a velocidades quizá inadecuadas, nos hacen un regate mientras deambulamos por lo que se dice zona peatonal.
En
la acera de la calle de Alcalá, muy cerca del ministerio de Hacienda, un grupo de músicos
de algún país del este de Europa tocan piezas clásicas, Mozart, Vivaldi,
Brahms, con bastante profesionalidad, aunque cierta resignación; quizá se deba
a que la gente aplaude pero se rasca poco el bolsillo.
Dejamos
atrás la Puerta del Sol y nos dirigimos, por la calle del Arenal, hacia la
plaza de Isabel II, un caudal de gente tranquila que va y viene sin
prisas, se para en Cortylandia, esperando que
suene la hora en punto para ver la atracción
playmóvil, o mira los libros y dibujos de la caseta del callejón de san Ginés.
Entramos en la plaza de Oriente, un espacio tranquilo y sosegado en el que
conviven sabiamente el teatro real, el palacio, las casas, los árboles, las
estatuas, el arrayán y el azul del cielo, algo amenazado por nubarrones grises. Nuestros pasos van siendo cada vez más
lentos y notamos que estamos pisando anchas veredas de tierra bien aplastada y losas de
granito de las de verdad. Nos paramos, miramos a un lado y a otro y sentimos
que, sin dudarlo, este es uno de los mejores sitios de Madrid, donde la fuerza
del azul de los cielos, la luz de los horizontes arbolados y el cuidado
ancestral de las simetrías se juntan para ofrecernos sus primores, esos bienes de este lugar tan singular que cobró su forma actual cuando el mal
llamado Pepe Botella decidió que había que despejar todo lo que había al
oriente del palacio. De ahí tomó su nombre la plaza, de su posición respecto
del palacio, ese espacio privilegiado en el que los árabes levantaron su
atalaya, que luego fue alcázar, también con los Austrias, y después palacio real con los Borbones. Durante la segunda república lo llamaron palacio nacional, por aquello de no nombrar al rey, y en la
dictadura franquista algunos, sin duda despistados, lo llamaron palacio de
oriente.
Diversos
alcaldes han aprobado obras para hacer de esta zona un espacio peatonal,
soterrando el tráfico y dotando al lugar de elementos que faciliten el disfrute
de la armonía de los volúmenes y del entorno y su horizonte, si bien los muchos
restos históricos hallados en las obras no siempre han sido tratados con la
singularidad de su ubicación y simbología. Pero bueno, han ido unos aprendiendo
de otros y, por eso, en los recientes trabajos de remodelación de la plaza de
España y su unión con esta zona del palacio y los jardines del templo de Debod, han tenido en cuenta la historia y han trazado el tránsito peatonal respetando
los restos del palacio de Godoy en la calle de Bailén, junto a los jardines de
Sabatini. No es poca cosa para los tiempos que corren.
Entramos
en la plaza de España, recién remodelada pero con obras aún sin terminar. Nos gusta, sin duda, esa agradable y conseguida unión de espacios diferentes, pero nos parece un poco desacertado lo de la zona
central de la plaza, una esplanada principal que tiene su esencia en su amplitud diáfana, pero que
inevitablemente será ocupada por todo tipo de cachivaches, que en este momento no
pueden ser otros que algunos puestecillos de navidad y bares falsamente alpinos.
Menos mal que hay una amplia zona de juegos y artilugios para niños, jóvenes y
mayores y que todo ello es pastoreado por don Quijote y su amigo Sancho, en ese
monumento que da la espalda a la torre de Madrid y el edificio España, esos dos rascacielos ya tan madrileños como esencialmente colosalistas.
Miramos, una vez más, el edificio España, limpio y superlativo, tan enorme que, desde su terraza, toda la ciudad no se intuye, se ve, y aún más, se divisa casi toda la comunidad, llegando los ojos hasta los montes de Toledo, el Guadarrama y las lejanas llanuras del sureste. Nos fijamos en su verticalidad y, de repente, apreciamos una especie de bulto saliente, un a modo de balcón que desafía la gravedad y que parece hecho para domar el vértigo. Puede que sea una broma cínica que represente cabalmente cierta estupidez de nuestro tiempo: el desafío mentiroso del vértigo de vivir.
Buen paseo navideño. Algún personaje nieto de los de Baroja podría andar por ahí, salvo que le paralice el vértigo...
ResponderEliminarSeguro que sí, entre los asistentes al espectáculo de Cortylandia o buscando libros en el callejón de San Ginés...
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