Ha
amanecido un día gris de otoño. La calle está animada después de la
tranquilidad del domingo. Dispongo de toda la mañana para andar así que inicio
mi travesía bajando por Serrano desde Diego de León hasta la Puerta de Alcalá.
Veo gente caminando deprisa hacia sus trabajos, algunos corredores que madrugan
en su ejercicio, jóvenes que van en bicicleta y obreros que maniobran en un
edificio que será, otra más, una tienda de lujo. A estas horas solo están
abiertas las cafeterías y los kioscos de periódicos, aunque muchas tiendas
tienen las puertas abiertas pues están terminando de descargar la mercancía de
la que se abastecen.
En
la Puerta de Alcalá el ruido de los coches es ensordecedor pero en cuanto entro
en El Retiro el fragor se va amortiguando y, poco a poco, la tranquilidad del
oído corre pareja del gozo de la vista. Subo por el paseo central y llego al
del estanque, que aparece a mi derecha espléndido y sosegado, tan distinto de
los días de fiesta, cuando bulle de gente y de títeres, de voces y de músicas.
Hoy, apenas las nueve, los caminantes y los ciclistas, los corredores y los
paseantes gozamos de una agradecida tranquilidad que hace que todos aminoremos
nuestra marcha y disfrutemos del momento.
Por
un sendero rodeado de todos los marrones y amarillos accedo al entorno del
Palacio de Cristal, en cuyas balaustradas una pareja se hace fotos mientras un
pequeño grupo de turistas ojea el interior del palacio. Yo prefiero sentarme un
ratillo en las escalinatas mirando el estanque, con su chorro vertical en el
centro, que reúne en su torno una docena escasa de patos que, inmóviles,
parecieran agradecer la ducha. Otros, los exploradores, inspeccionan las
orillas mientras uno más levanta un torpe vuelo que, sin embargo, acaba en un
elegante aterrizaje.
Prosigo
mi camino por la pradera cercana, dejo a mi izquierda la estatua de Galdós y me
dirijo hacia esa glorieta cuya fuente contiene una de las estatuas más célebres
de Madrid, la del Ángel Caído, que nos lo presenta justo en el momento en el
que el bello ángel, aunque ya caído en desgracia, aún no tiene conciencia de
ser el demonio. Según dicen, Madrid es la única ciudad del mundo que tiene un
monumento dedicado a Lucifer, y las malas lenguas afirman que allá por los
últimos noventa, en cuanto lo supo el alcalde Álvarez del Manzano mando erigir
como desagravio una imagen, no sé si la de la Virgen del Pilar junto a Juan
Bravo o la del papa Juan Pablo II en la Castellana, ambas de un valor estético
acorde con la memoria que el pueblo de Madrid guarda de ese primer edil.
Con
una sonrisa burlona dejo atrás al bello ángel y camino hacia la glorieta de
Atocha. Atrás van quedando una zona de estiramientos y ejercicios, una parcela
de almendros jóvenes y un huerto urbano que dicen que es escuela de hortelanos.
Y más adelante, a mi izquierda, el instituto de secundaria Isabel la Católica y
el Observatorio astronómico, en esa pequeña colina desde la que se puede
divisar el sur de Madrid, y en los días claros incluso los Montes de Toledo. Ya
fuera de El Retiro, me paro junto a la estatua de Pío Baroja, asiduo paseante
del parque, a donde llegaba, ya pesaroso en los años cuarenta, desde su cercana
casa de Ruiz de Alarcón. Es una hermosa estatua de proporciones adecuadas, que
nos presenta a don Pío como si ya volviera de su paseo y se adentrara por la
cuesta de Moyano, para perderse entre los libros de viejo de las casetas
apoyadas junto a la verja del Jardín Botánico. A estas horas, apenas las nueve
y media, la cuesta está casi vacía y las casetas, salvo dos, apenas si están
desperezándose antes de ofrecer a los paseantes un mundo de libros
descatalogados, e incluso nuevos, que llene colmadamente sus ratos de ocio.
De repente, el silencio de la botánica mañana se rasga con una inmediata algarabía de voces infantiles a cuyos dueños no distingo en toda la cuesta. Pero es solo un momento de incertidumbre, ya que al cabo de la última caseta una larga fila de niños, cogidos de la mano de dos en dos, elevan en el aire de la mañana una dimensión de agudas voces que contrasta con la pequeñez de sus estaturas. Irán con sus profes al Retiro, donde pasarán, a buen seguro, una mañana memorable lejos de sus aulas y de sus lapiceros.
Al
llegar a la glorieta de Atocha vuelve el tronar de coches y el bullicio del
tráfico. Cruzo entre cientos de personas hacia la plaza del museo Reina Sofía,
donde otro grupo de escolares, este más calmado, oye las instrucciones de sus
maestros antes de entrar en el sagrado recinto. Enfilo hacia las Delicias,
hermoso paseo, merecedor de su nombre, que nos llevará hasta el río. Después de
un descanso para tomar un tentempié y ojear el periódico, prosigo mi camino
hacia Legazpi observando el fluir de los peatones arriba y abajo: amas de casa
haciendo su compra, obreros de servicios diversos en plena faena, dependientas
fumando un pitillo en las puertas de su tienda, mujeres de origen ecuatoriano
que se reconocen y se saludan, un grupo de hombres jóvenes, de aspecto
caribeño, que hablan muy alto y bromean entre ellos…
La
glorieta de Legazpi aparece ante el caminante como si fuera el puerto de mar de
Madrid, con un muelle abandonado y taciturno, el antiguo mercado de frutas y
verduras, y otro en plena ebullición cultural después de muchos años de
silencio, el Matadero de Madrid, quizá el lugar más innovador de la villa en
las artes visuales y escénicas. Los elegantes ladrillos de sus edificios y los
magníficos paseos y explanadas nos llevan al Invernadero y al río Manzanares,
ese río al que los madrileños siempre dieron la espalda y que hoy nos ofrece un
gran parque lineal que demuestra lo que puede hacerse cuando confluyen la
voluntad política y el deseo de cambio. Ahí sí estuvo bien el alcalde
Gallardón, al que llamaron El Faraón porque mandó enterrar la
M-30, urbanizar y embellecer las riberas del río y adecentar y represar su
cauce. Endeudó la ciudad pero dejó para el futuro este espacio de vida que une
barrios antes separados y que da a Madrid empaque de ciudad europea.
Caminando
por la margen sur del Manzanares imagino lo que puede ser un día festivo en
este espacio tan atractivo; más lo es hoy, pienso, apenas las once de la
mañana, mientras contemplo a mi paso el semblante de los corredores, la alegría
de los puentes que cruzo, el cambio paulatino de las fachadas que al río dan,
un nuevo aire estético que da empaque y alegría donde antes no había sino
traseras poco cuidadas de las calles limítrofes: En verdad Madrid vivía de
espaldas al río. Hoy es un placer ver a gentes de todas las edades caminar por
las sendas y los paseos, trotar o deambular mientras se habla, patinar o montar
en bicicleta. Personas que van solas, en parejas o en grupos; niños con sus
profesores y adolescentes en riesgo de exclusión con sus monitores; chicas que
se esfuerzan en su mantenimiento físico y señoras de edad madura con sus
zapatillas de deporte avivando el paso; chicos fortaleciendo sus músculos
mientras mantienen un trote considerable y jubilados que corren, caminan, toman
el sol o miran el río. Todos gozamos de este lugar, contentos de vernos en este
momento y sin disputarnos el espacio: Hay senda para todos, y hasta los
ciclistas más parecen agradables compañeros de viaje que agresivos detentadores
de una fuerza mal entendida.
Avivo
el ritmo de marcha ya cerca del parque de la Arganzuela y paso bajo los puentes
nuevos y viejos: El de Perrault un bello horizonte en espiral que trae aires
futuristas al lugar; el de Toledo, magnífica y señorial muestra del barroco
madrileño de Pedro de Ribera; el de Segovia, amplísimo y equilibrado ejemplo de
la seriedad y la armonía de Juan de Herrera. Dejo atrás el trasiego del cruce
de calles que canalizan el tráfico hacia el Paseo de Extremadura y contemplo a
mi derecha la armonía que me ofrece esta cornisa de Madrid: el Viaducto y la
hendidura de la calle de Segovia, la cúpula de san Francisco el Grande, la
catedral de la Almudena, la elegancia versallesca del Palacio Real, el
colosalismo del Edificio España y de la Torre de Madrid y la verde mancha del
parque del Oeste. A mi izquierda quedan los amplios accesos a la Casa de Campo,
una hermosa huerta colmada de higueras y un paseo entre hermosas filas de
plátanos que podrían acompañarnos al Lago, pero hoy no vamos hacia allí. Sobre
el pretil del Puente del Rey me paro un rato para contemplar el río y sus
alrededores, y así poder descansar del ritmo que me había impuesto desde el
puente de Toledo. Después, unos estiramientos y vuelta a la caminata.
Debo
llevar recorridos ya cerca de quince kilómetros y aquí, en Príncipe Pío, tenía
previsto el final de mi travesía por hoy. Pero me encuentro en buena forma, así
que decido continuar, si bien andando algo más despacio y callejeando un poco a
la deriva, con algunas paradas para curiosear. Subo por la cuesta de San
Vicente y voy observando por mi derecha el Campo del Moro, ese jardín casi
secreto de Madrid cuyo acceso está en el paseo de la Virgen del Puerto:
Árboles, de gran envergadura y jardines bien cuidados quedan tras de la
armoniosa y artística verja, y, más adelante, una cómoda escalinata me permite
subir hasta los jardines de Sabatini, desde donde el Palacio Real se nos
muestra en todo su esplendor y cuando la Casa de Campo evidencia lo que es, un
extenso campo de encinas hoy dentro de la ciudad.
Por
uno de los bordes ajardinados del paso elevado más armonioso de Madrid, el que
une Bailén con Ferraz, voy entrando en la Plaza de España, quedando a mi
derecha el edificio nuevo del Senado y a mi izquierda el templo de Debod.
Majestuoso y colosal, el Edificio España domina la estética de la plaza y su
espacio visual; en medio de la misma y entre olivos, don Miguel de Cervantes
gobierna el caminar de don Quijote y Sancho por esos mundos de Dios. Cuadrillas
de turistas se hacen fotos junto a las estatuas, parejas de jóvenes viven
su fogosidad en los bancos, ajenos a los viandantes, y, ¡milagro!, la
explanada que remata la fuente aparece diáfana y bella, sin las casetas que
cada dos por tres la llenan para ofrecer productos artesanales y ferias
regionales de alimentos. La Torre de Madrid vigila la esquina de Princesa y hoy
se nos presenta vendada en su tercio inferior, al parecer por trabajos de
rehabilitación. No sucede lo mismo con el Edificio España pues, según se dice,
está no solo clausurado sino vaciadas todas sus plantas. En un proceso largo,
lo que fue ultramoderno en los cincuenta y los sesenta, empezó a languidecer en
los ochenta y, al desaparecer cafeterías, agencias, bares y hoteles, el
edificio fue muriendo lentamente. Su penúltimo dueño, el banco de Santander, lo
vendió a un multimillonario chino, un tal Wang que, colosal él también, querría
desmontar la fachada y volverla a montar, piedra a piedra, al construir de
nuevo el edificio. Considerado el emblema de la recuperación económica después
de la guerra, hoy este edificio languidece en sus silencios, si bien millares
de madrileños pasan junto a él cada día, pues esta plaza es una encrucijada de
los cuatro puntos cardinales, de Gran Vía a Princesa y del Manzanares a los
barrios altos.
Al
subir por Gran Vía, esa avenida cuajada de cines cuando yo tenía quince años y
que hoy apenas conserva tres, pues casi todos han mutado en tiendas de
franquicia o teatros de musicales, decido torcer a mi izquierda y adentrarme en
la plaza de los Mostenses, de cuyo mercado quiero confirmar algunas
singularidades de las que he oído hablar. Y las tiene, claro que sí. Entro y lo
primero que veo es una tienda de largos y extensos mostradores cuyo nombre reza
así: Verduras Aurelio. Y Aurelio debió ser sin duda dueño de aquel
imperio de la huerta, pero yo veo al lado otro cartel, mucho más pequeño que
dice: “Verduras frescas de China”. Y así es, verduras y frutas de lo más
diverso, unas conocidas para mí, otras solo medio adivinadas y algunas, la
mayoría, totalmente desconocidas. Y lo mejor -como siempre, en los mercados y
en casi todos los sitios- la gente; los vendedores, cinco hombres chinos
vestidos de negro, y los compradores, mujeres y hombres también orientales,
entre los que destaca una viejecita y su acompañante, que en suave murmullo
hablan de lo que deberían comprar. Digo yo que será de eso de lo que hablen,
porque la conversación se desarrolla en chino, no sé si mandarín o cantonés,
que a tanto no llego. Y al lado, un pequeño bar, en cuyo mostrador, y en un
pequeño reservado, una decena de parroquianos, también chinos, comen platos de
arroz, sopas de verdura y preparados de pescado. Un poco más allá, mezclados
con puestos regentados por españoles, hay otros, también de verduras y frutas,
pero latinoamericanas, y de entre ellos destaca el llamado Zumos Yamilé,
jugos de los más diversos frutos tropicales que allí mismo preparan.
Salgo
del mercado, sorprendido por esa amalgama chino-latinoamericana que al parecer
ha salvado al mercado de los Mostenses del cierre por inactividad, según las
crónicas de hace ya unos años. Diversificarse y especializarse, esa era la
consigna: en el mercado de san Miguel, puestos gourmet para turistas ricos; en
el de san Antón, gourmet y restaurantes para gais y estilosos; en el de san
Fernando para modernos y alternativos. Y en el de los Mostenses, fruta y
verdura china y latinoamericana. Y debe funcionar, digo, pues bastantes tiendas
cercanas siguen la estela china, si bien aún no esto no es el Chinatown de
Madrid, pues el fetén se encuentra en el barrio de Usera.
Por
la calle de los Reyes dejo a mi izquierda el instituto Cardenal Cisneros, donde
siendo un chaval Antonio Machado estudió durante unos años. Por la calle del
Pez subo y me voy riendo mientras imagino juntos a dos ilustres vecinos de este
barrio: Alberto Ruiz-Gallardón, cuando era ministro de Justicia, y Esperanza
Aguirre, cuya residencia es un palacete de la calle del Pez. Seguro que alguna
vez quedaron a tomar un café en cualquiera de los muchos bares modernos de esta
calle, Gallardón lo era; o quizá Aguirre, tan popular y retrechera, lo invitara
a una caña en El Palentino. Los verdaderos enemigos, dicen los
cínicos, son los de tu propio partido, los otros son solo adversarios; quizá
ese sería el tema de conversación entre ambos.
Llego
a la Corredera Baja de san Pablo, en plena transformación, como todo este
barrio, cuyo motor es “La Bombonera”, que así es como llamaban al
teatro Lara en sus buenos tiempos, y que ahora están recuperando, como las
tiendas, para quitar a estas calles la mala fama de prostíbulo cutre.
Interesante sería entrar a la iglesia de San Antonio de los Portugueses -o de los
Alemanes, según otros- una joya en un barrio que ahora quiere serlo; cuando
paso por aquí a veces entro pero hoy no toca. Subo a la plaza de san Ildefonso,
un espacio tranquilo a estas horas, limitado al sur por la iglesia del mismo
nombre y al norte por unas cuantas manzanas junto a la calle del Espíritu Santo
que forman un mercado de barrio de sabor multiétnico, como las personas que en
ella compran.
Dejo
atrás el Tribunal de Cuentas, ese edificio cuyos dirigentes perpetúan apellidos
y que, según dicen, controlan poco eficazmente las cuentas del Reino. Cruzo
Fuencarral y me acerco a la plaza de Barceló, un conjunto desigual pero
interesante en el que podemos encontrar el Museo Municipal, con su portada
barroca; el antiguo cine Barceló, un edificio art-decò que luego fue la sala
Pachá; los Jardines de Pedro de Ribera, aún en obras; el colegio Isabel la
Católica y el nuevo mercado de Barceló. La plaza dio nombre al mercado o
viceversa, qué más da. Hoy, el mercado está dentro de un cubo vertical al que
se accede por una hendidura recta que lo humaniza algo. A mi derecha otro cubo
vertical, gemelo, arropa el patio del colegio y sublima el griterío de los niños
en su recreo, cuyas carreras pueden ser contempladas en la medida en que una
inmensa fila de barrotes lo permiten. El arquitecto debió pensar: mejor
barrotes que muro. Pobrecillo, que le perdonen esos niños bulliciosos. Me
abstraigo en seguida de mis elucubraciones, pues al fondo de esta calle
peatonal un edificio noble de dos plantas genera una armonía que me hace
olvidarme del arquitecto Herodes; Es el Museo del Romanticismo, un palacete que
te envuelve desde que entras en su aire decimonónico, y que te deja languidecer
en su jardín al final de la visita; un jardín romántico, que, muy
acertadamente, también es un café.
Subo
por Santa Bárbara y hojeo alguno de los libros de viejo del puesto de la plaza;
este ya sí está abierto, es ya casi la una. Las terrazas están a medio gas pero
en los bares menudean abogados, procuradores, secretarios y empleados de las
oficinas del conjunto judicial de la plaza de la Villa de París, cuyas obras
por fortuna ya han terminado después de varios años. Allí están el Tribunal
Supremo, la Audiencia Nacional y el Consejo del Poder Judicial. La Audiencia
Nacional, un edificio recién inaugurado, tiene una guardia casi permanente de
periodistas y reporteros con sus cámaras y sus grabadoras, no en vano por sus
puertas entra y sale lo más granado de la delincuencia nacional: traficantes de
droga a gran escala, terroristas y políticos corruptos.
Por sus peatonales y hoy despejados contornos voy camino de la plaza de Colón, donde don Cristóbal, de nuevo en el centro de la fuente, mira hacia el sur como una predestinación en piedra, mientras yo camino Castellana arriba hacia mi casa, midiendo ya mis fuerzas, pues el cansancio va apareciendo y el hambre aprieta. Hago cálculos y creo haber andado unos veinte kilómetros. Después me pregunto si estas travesías no serán en el fondo una disculpa para escribir una crónica y colgarla en mi blog. Aunque la verdad oficial sea que mi médica me aconseja hacer ejercicio y comer saludablemente, pienso que estas caminatas me gustan porque me ayudan a sentir el pulso de la ciudad y porque me estimulan en uno de los mejores goces de la vida, que consiste en hacer lo que te da la gana y en dejar de hacerlo cuando se convierte en una rutina.
(Publicado en este blog en octubre de 2015)