lunes, 7 de octubre de 2024

Caminando por Madrid un lunes de octubre

 

Ha amanecido un día gris de otoño. La calle está animada después de la tranquilidad del domingo. Dispongo de toda la mañana para andar así que inicio mi travesía bajando por Serrano desde Diego de León hasta la Puerta de Alcalá. Veo gente caminando deprisa hacia sus trabajos, algunos corredores que madrugan en su ejercicio, jóvenes que van en bicicleta y obreros que maniobran en un edificio que será, otra más, una tienda de lujo. A estas horas solo están abiertas las cafeterías y los kioscos de periódicos, aunque muchas tiendas tienen las puertas abiertas pues están terminando de descargar la mercancía de la que se abastecen.

En la Puerta de Alcalá el ruido de los coches es ensordecedor pero en cuanto entro en El Retiro el fragor se va amortiguando y, poco a poco, la tranquilidad del oído corre pareja del gozo de la vista. Subo por el paseo central y llego al del estanque, que aparece a mi derecha espléndido y sosegado, tan distinto de los días de fiesta, cuando bulle de gente y de títeres, de voces y de músicas. Hoy, apenas las nueve, los caminantes y los ciclistas, los corredores y los paseantes gozamos de una agradecida tranquilidad que hace que todos aminoremos nuestra marcha y disfrutemos del momento.

Por un sendero rodeado de todos los marrones y amarillos accedo al entorno del Palacio de Cristal, en cuyas balaustradas una pareja se hace fotos mientras un pequeño grupo de turistas ojea el interior del palacio. Yo prefiero sentarme un ratillo en las escalinatas mirando el estanque, con su chorro vertical en el centro, que reúne en su torno una docena escasa de patos que, inmóviles, parecieran agradecer la ducha. Otros, los exploradores, inspeccionan las orillas mientras uno más levanta un torpe vuelo que, sin embargo, acaba en un elegante aterrizaje.

Prosigo mi camino por la pradera cercana, dejo a mi izquierda la estatua de Galdós y me dirijo hacia esa glorieta cuya fuente contiene una de las estatuas más célebres de Madrid, la del Ángel Caído, que nos lo presenta justo en el momento en el que el bello ángel, aunque ya caído en desgracia, aún no tiene conciencia de ser el demonio. Según dicen, Madrid es la única ciudad del mundo que tiene un monumento dedicado a Lucifer, y las malas lenguas afirman que allá por los últimos noventa, en cuanto lo supo el alcalde Álvarez del Manzano mando erigir como desagravio una imagen, no sé si la de la Virgen del Pilar junto a Juan Bravo o la del papa Juan Pablo II en la Castellana, ambas de un valor estético acorde con la memoria que el pueblo de Madrid guarda de ese primer edil.

Con una sonrisa burlona dejo atrás al bello ángel y camino hacia la glorieta de Atocha. Atrás van quedando una zona de estiramientos y ejercicios, una parcela de almendros jóvenes y un huerto urbano que dicen que es escuela de hortelanos. Y más adelante, a mi izquierda, el instituto de secundaria Isabel la Católica y el Observatorio astronómico, en esa pequeña colina desde la que se puede divisar el sur de Madrid, y en los días claros incluso los Montes de Toledo. Ya fuera de El Retiro, me paro junto a la estatua de Pío Baroja, asiduo paseante del parque, a donde llegaba, ya pesaroso en los años cuarenta, desde su cercana casa de Ruiz de Alarcón. Es una hermosa estatua de proporciones adecuadas, que nos presenta a don Pío como si ya volviera de su paseo y se adentrara por la cuesta de Moyano, para perderse entre los  libros de viejo de las casetas apoyadas junto a la verja del Jardín Botánico. A estas horas, apenas las nueve y media, la cuesta está casi vacía y las casetas, salvo dos, apenas si están desperezándose antes de ofrecer a los paseantes un mundo de libros descatalogados, e incluso nuevos, que llene colmadamente sus ratos de ocio.

De repente, el silencio de la botánica mañana  se rasga con una inmediata algarabía de voces infantiles a cuyos dueños no distingo en toda la cuesta. Pero es solo un  momento de incertidumbre, ya que al cabo de la última caseta una larga fila de niños, cogidos de la mano de dos en dos, elevan en el aire de la mañana una dimensión de agudas voces que contrasta con la pequeñez de sus estaturas. Irán con sus profes al Retiro, donde pasarán, a buen seguro, una mañana memorable lejos de sus aulas y de sus lapiceros.

Al llegar a la glorieta de Atocha vuelve el tronar de coches y el bullicio del tráfico. Cruzo entre cientos de personas hacia la plaza del museo Reina Sofía, donde otro grupo de escolares, este más calmado, oye las instrucciones de sus maestros antes de entrar en el sagrado recinto. Enfilo hacia las Delicias, hermoso paseo, merecedor de su nombre, que nos llevará hasta el río. Después de un descanso para tomar un tentempié y ojear el periódico, prosigo mi camino hacia Legazpi observando el fluir de los peatones arriba y abajo: amas de casa haciendo su compra, obreros de servicios diversos en plena faena, dependientas fumando un pitillo en las puertas de su tienda, mujeres de origen ecuatoriano que se reconocen y se saludan, un grupo de hombres jóvenes, de aspecto caribeño, que hablan muy alto y bromean entre ellos…

La glorieta de Legazpi aparece ante el caminante como si fuera el puerto de mar de Madrid, con un muelle abandonado y taciturno, el antiguo mercado de frutas y verduras, y otro en plena ebullición cultural después de muchos años de silencio, el Matadero de Madrid, quizá el lugar más innovador de la villa en las artes visuales y escénicas. Los elegantes ladrillos de sus edificios y los magníficos paseos y explanadas nos llevan al Invernadero y al río Manzanares, ese río al que los madrileños siempre dieron la espalda y que hoy nos ofrece un gran parque lineal que demuestra lo que puede hacerse cuando confluyen la voluntad política y el deseo de cambio. Ahí sí estuvo bien el alcalde Gallardón, al que llamaron El Faraón porque mandó enterrar la M-30, urbanizar y embellecer las riberas del río y adecentar y represar su cauce. Endeudó la ciudad pero dejó para el futuro este espacio de vida que une barrios antes separados y que da a Madrid empaque de ciudad europea.

Caminando por la margen sur del Manzanares imagino lo que puede ser un día festivo en este espacio tan atractivo; más lo es hoy, pienso, apenas las once de la mañana, mientras contemplo a mi paso el semblante de los corredores, la alegría de los puentes que cruzo, el cambio paulatino de las fachadas que al río dan, un nuevo aire estético que da empaque y alegría donde antes no había sino traseras poco cuidadas de las calles limítrofes: En verdad Madrid vivía de espaldas al río. Hoy es un placer ver a gentes de todas las edades caminar por las sendas y los paseos, trotar o deambular mientras se habla, patinar o montar en bicicleta. Personas que van solas, en parejas o en grupos; niños con sus profesores y adolescentes en riesgo de exclusión con sus monitores; chicas que se esfuerzan en su mantenimiento físico y señoras de edad madura con sus zapatillas de deporte avivando el paso; chicos fortaleciendo sus músculos mientras mantienen un trote considerable y jubilados que corren, caminan, toman el sol o miran el río. Todos gozamos de este lugar, contentos de vernos en este momento y sin disputarnos el espacio: Hay senda para todos, y hasta los ciclistas más parecen agradables compañeros de viaje que agresivos detentadores de una fuerza mal entendida.

Avivo el ritmo de marcha ya cerca del parque de la Arganzuela y paso bajo los puentes nuevos y viejos: El de Perrault un bello horizonte en espiral que trae aires futuristas al lugar; el de Toledo, magnífica y señorial muestra del barroco madrileño de Pedro de Ribera; el de Segovia, amplísimo y equilibrado ejemplo de la seriedad y la armonía de Juan de Herrera. Dejo atrás el trasiego del cruce de calles que canalizan el tráfico hacia el Paseo de Extremadura y contemplo a mi derecha la armonía que me ofrece esta cornisa de Madrid: el Viaducto y la hendidura de la calle de Segovia, la cúpula de san Francisco el Grande, la catedral de la Almudena, la elegancia versallesca del Palacio Real, el colosalismo del Edificio España y de la Torre de Madrid y la verde mancha del parque del Oeste. A mi izquierda quedan los amplios accesos a la Casa de Campo, una hermosa huerta colmada de higueras y un paseo entre hermosas filas de plátanos que podrían acompañarnos al Lago, pero hoy no vamos hacia allí. Sobre el pretil del Puente del Rey me paro un rato para contemplar el río y sus alrededores, y así poder descansar del ritmo que me había impuesto desde el puente de Toledo. Después, unos estiramientos y vuelta a la caminata.

Debo llevar recorridos ya cerca de quince kilómetros y aquí, en Príncipe Pío, tenía previsto el final de mi travesía por hoy. Pero me encuentro en buena forma, así que decido continuar, si bien andando algo más despacio y callejeando un poco a la deriva, con algunas paradas para curiosear. Subo por la cuesta de San Vicente y voy observando por mi derecha el Campo del Moro, ese jardín casi secreto de Madrid cuyo acceso está en el paseo de la Virgen del Puerto: Árboles, de gran envergadura y jardines bien cuidados quedan tras de la armoniosa y artística verja, y, más adelante, una cómoda escalinata me permite subir hasta los jardines de Sabatini, desde donde el Palacio Real se nos muestra en todo su esplendor y cuando la Casa de Campo evidencia lo que es, un extenso campo de encinas hoy dentro de la ciudad. 

Por uno de los bordes ajardinados del paso elevado más armonioso de Madrid, el que une Bailén con Ferraz, voy entrando en la Plaza de España, quedando a mi derecha el edificio nuevo del Senado y a mi izquierda el templo de Debod. Majestuoso y colosal, el Edificio España domina la estética de la plaza y su espacio visual; en medio de la misma y entre olivos, don Miguel de Cervantes gobierna el caminar de don Quijote y Sancho por esos mundos de Dios. Cuadrillas de turistas se hacen fotos junto a las estatuas, parejas  de jóvenes viven su fogosidad en los bancos,  ajenos a los viandantes, y, ¡milagro!, la explanada que remata la fuente aparece diáfana y bella, sin las casetas que cada dos por tres la llenan para ofrecer productos artesanales y ferias regionales de alimentos. La Torre de Madrid vigila la esquina de Princesa y hoy se nos presenta vendada en su tercio inferior, al parecer por trabajos de rehabilitación. No sucede lo mismo con el Edificio España pues, según se dice, está no solo clausurado sino vaciadas todas sus plantas. En un proceso largo, lo que fue ultramoderno en los cincuenta y los sesenta, empezó a languidecer en los ochenta y, al desaparecer cafeterías, agencias, bares y hoteles, el edificio fue muriendo lentamente. Su penúltimo dueño, el banco de Santander, lo vendió a un multimillonario chino, un tal Wang que, colosal él también, querría desmontar la fachada y volverla a montar, piedra a piedra, al construir de nuevo el edificio. Considerado el emblema de la recuperación económica después de la guerra, hoy este edificio languidece en sus silencios, si bien millares de madrileños pasan junto a él cada día, pues esta plaza es una encrucijada de los cuatro puntos cardinales, de Gran Vía a Princesa y del Manzanares a los barrios altos.

Al subir por Gran Vía, esa avenida cuajada de cines cuando yo tenía quince años y que hoy apenas conserva tres, pues casi todos han mutado en tiendas de franquicia o teatros de musicales, decido torcer a mi izquierda y adentrarme en la plaza de los Mostenses, de cuyo mercado quiero confirmar algunas singularidades de las que he oído hablar. Y las tiene, claro que sí. Entro y lo primero que veo es una tienda de largos y extensos mostradores cuyo nombre reza así: Verduras Aurelio. Y Aurelio debió ser sin duda dueño de aquel imperio de la huerta, pero yo veo al lado otro cartel, mucho más pequeño que dice: “Verduras frescas de China”. Y así es, verduras y frutas de lo más diverso, unas conocidas para mí, otras solo medio adivinadas y algunas, la mayoría, totalmente desconocidas. Y lo mejor -como siempre, en los mercados y en casi todos los sitios- la gente; los vendedores, cinco hombres chinos vestidos de negro, y los compradores, mujeres y hombres también orientales, entre los que destaca una viejecita y su acompañante, que en suave murmullo hablan de lo que deberían comprar. Digo yo que será de eso de lo que hablen, porque la conversación se desarrolla en chino, no sé si mandarín o cantonés, que a tanto no llego. Y al lado, un pequeño bar, en cuyo mostrador, y en un pequeño reservado, una decena de parroquianos, también chinos, comen platos de arroz, sopas de verdura y preparados de pescado. Un poco más allá, mezclados con puestos regentados por españoles, hay otros, también de verduras y frutas, pero latinoamericanas, y de entre ellos destaca el llamado Zumos Yamilé, jugos de los más diversos frutos tropicales que allí mismo preparan.

Salgo del mercado, sorprendido por esa amalgama chino-latinoamericana que al parecer ha salvado al mercado de los Mostenses del cierre por inactividad, según las crónicas de hace ya unos años. Diversificarse y especializarse, esa era la consigna: en el mercado de san Miguel, puestos gourmet para turistas ricos; en el de san Antón, gourmet y restaurantes para gais y estilosos; en el de san Fernando para modernos y alternativos. Y en el de los Mostenses, fruta y verdura china y latinoamericana. Y debe funcionar, digo, pues bastantes tiendas cercanas siguen la estela china, si bien aún no esto no es el Chinatown de Madrid, pues el fetén se encuentra en el barrio de Usera.

Por la calle de los Reyes dejo a mi izquierda el instituto Cardenal Cisneros, donde siendo un chaval Antonio Machado estudió durante unos años. Por la calle del Pez subo y me voy riendo mientras imagino juntos a dos ilustres vecinos de este barrio: Alberto Ruiz-Gallardón, cuando era ministro de Justicia, y Esperanza Aguirre, cuya residencia es un palacete de la calle del Pez. Seguro que alguna vez quedaron a tomar un café en cualquiera de los muchos bares modernos de esta calle, Gallardón lo era; o quizá Aguirre, tan popular y retrechera, lo invitara a una caña en El Palentino. Los verdaderos enemigos, dicen los cínicos, son los de tu propio partido, los otros son solo adversarios; quizá ese sería el tema de conversación entre ambos.

Llego a la Corredera Baja de san Pablo, en plena transformación, como todo este barrio, cuyo motor es “La Bombonera”, que así es como llamaban al teatro Lara en sus buenos tiempos, y que ahora están recuperando, como las tiendas, para quitar a estas calles la mala fama de prostíbulo cutre. Interesante sería entrar a la iglesia de San Antonio de los Portugueses -o de los Alemanes, según otros- una joya en un barrio que ahora quiere serlo; cuando paso por aquí a veces entro pero hoy no toca. Subo a la plaza de san Ildefonso, un espacio tranquilo a estas horas, limitado al sur por la iglesia del mismo nombre y al norte por unas cuantas manzanas junto a la calle del Espíritu Santo que forman un mercado de barrio de sabor multiétnico, como las personas que en ella compran.

Dejo atrás el Tribunal de Cuentas, ese edificio cuyos dirigentes perpetúan apellidos y que, según dicen, controlan poco eficazmente las cuentas del Reino. Cruzo Fuencarral y me acerco a la plaza de Barceló, un conjunto desigual pero interesante en el que podemos encontrar el Museo Municipal, con su portada barroca; el antiguo cine Barceló, un edificio art-decò que luego fue la sala Pachá; los Jardines de Pedro de Ribera, aún en obras; el colegio Isabel la Católica y el nuevo mercado de Barceló. La plaza dio nombre al mercado o viceversa, qué más da. Hoy, el mercado está dentro de un cubo vertical al que se accede por una hendidura recta que lo humaniza algo. A mi derecha otro cubo vertical, gemelo, arropa el patio del colegio y sublima el griterío de los niños en su recreo, cuyas carreras pueden ser contempladas en la medida en que una inmensa fila de barrotes lo permiten. El arquitecto debió pensar: mejor barrotes que muro. Pobrecillo, que le perdonen esos niños bulliciosos. Me abstraigo en seguida de mis elucubraciones, pues al fondo de esta calle peatonal un edificio noble de dos plantas genera una armonía que me hace olvidarme del arquitecto Herodes; Es el Museo del Romanticismo, un palacete que te envuelve desde que entras en su aire decimonónico, y que te deja languidecer en su jardín al final de la visita; un jardín romántico, que, muy acertadamente, también es un café.

Subo por Santa Bárbara y hojeo alguno de los libros de viejo del puesto de la plaza; este ya sí está abierto, es ya casi la una. Las terrazas están a medio gas pero en los bares menudean abogados, procuradores, secretarios y empleados de las oficinas del conjunto judicial de la plaza de la Villa de París, cuyas obras por fortuna ya han terminado después de varios años. Allí están el Tribunal Supremo, la Audiencia Nacional y el Consejo del Poder Judicial. La Audiencia Nacional, un edificio recién inaugurado, tiene una guardia casi permanente de periodistas y reporteros con sus cámaras y sus grabadoras, no en vano por sus puertas entra y sale lo más granado de la delincuencia nacional: traficantes de droga a gran escala, terroristas y políticos corruptos.

Por sus peatonales y hoy despejados contornos voy camino de la plaza de Colón, donde don Cristóbal, de nuevo en el centro de la fuente, mira hacia el sur como una predestinación en piedra, mientras yo camino Castellana arriba hacia mi casa, midiendo ya mis fuerzas, pues el cansancio va apareciendo y el hambre aprieta. Hago cálculos y creo haber andado unos veinte kilómetros. Después me pregunto si estas travesías no serán en el fondo una disculpa para escribir una crónica y colgarla en mi blog. Aunque la verdad oficial sea que mi médica me aconseja hacer ejercicio y comer saludablemente, pienso que estas caminatas me gustan porque me ayudan a sentir el pulso de la ciudad y porque me estimulan en uno de los mejores goces de la vida, que consiste en hacer lo que te da la gana y en dejar de hacerlo cuando se convierte en una rutina.

                                                                         (Publicado en este blog en octubre de 2015)

En otoño

          

Otoño en El Retiro

Entras en El Retiro una mañana

de frío y de lluvia complacida.

Miles de hojas van cayendo al suelo

como cortadas por un filo,

y buscan su acomodo en los caminos

formando una capa mullida,

sobre la que tus pies andantes

notan complacidos la experiencia

de un pasear pausado,

como flotando en la tierra y en las hojas.

 

Sientes, una vez más, que es el otoño,

el placer de transportarte, al caminar,

como si fueses levitando un poco,

la inmensidad de los colores, y las hojas

esperando su momento, la ocasión

de convertirse en tierra de sendero.



Otoño en Puerto Castilla

Las tonalidades marrones de los castaños;

el amarillo fuerte de los chopos
señalando los arroyos que los cobijan;
los robles amarillos, que brillaban limpios
rodeando todo el contorno,
me engullían.

Y, como el viento que soplaba en el alto del puerto,
yo también me sentía arrastrado y feliz.

                                                                                                         Jesús Bermejo

                                                                                                    


Tres poetas y el otoño

                           

                                   Octubre

Estaba echado yo en la tierra, enfrente
del infinito campo de Castilla,
que el otoño envolvía en la amarilla
dulzura de su claro sol poniente.

Lento, el arado, paralelamente,
abría el haza oscura y la sencilla
mano abierta dejaba la semilla
en su entraña partida honradamente.

Pensé arrancarme el corazón y echarlo,
pleno de su sentir alto y profundo,
al ancho surco del terruño tierno,

a ver si con partirlo y con sembrarlo
la primavera le mostraba al mundo
el árbol puro del amor eterno.

 

Juan Ramón Jiménez:  Sonetos espirituales, 1915


                    

Amanecer de otoño


Una larga carretera 
entre grises peñascales, 
y alguna humilde pradera 
donde pacen negros toros.

Zarzas, malezas, jarales.

Está la tierra mojada 
por las gotas del rocío, 
y la alameda dorada, 
hacia la curva del río.

Tras los montes de violeta 
quebrado el primer albor: 
a la espalda la escopeta, 
entre sus galgos agudos,

caminando un cazador.

 

Antonio Machado: Campos de Castilla, 1912



El otoño se acerca

 

El otoño se acerca con muy poco ruido:

apagadas cigarras, unos grillos apenas,

defienden el reducto

de un verano obstinado en perpetuarse,

cuya suntuosa cola aún brilla hacia el oeste.

Se diría que aquí no pasa nada,

pero un silencio súbito ilumina el prodigio:

ha pasado

un ángel

que se llamaba luz, o fuego, o vida.

Y lo perdimos para siempre.

 

Ángel González: Otoños y otras luces, 2001

                         

miércoles, 11 de septiembre de 2024

El primer manuscrito y el aprendizaje de la escitura


Paseando un día por El Rastro de Madrid, me paré en un puesto de libros de viejo y, husmeando, encontré, dentro de una bolsa de plástico transparente, un ejemplar de El primer manuscrito, editado por Dalmau y Carles en 1918, hace ahora un siglo. Yo conocía este libro porque en la escuela de mi pueblo había algunos ejemplares, cerca de otros del libro Corazón, de Edmundo de Amicis, colocados en un armario de madera grande que hacía las veces de biblioteca.

Lo que más me gusta de El primer manuscrito es la diversidad de caligrafías que muestra, si bien la mezcla de conocimientos prácticos, principios morales y sabiduría de enciclopedia le daban un carácter de libro de época, pero de una época anterior a la guerra, mucho más avanzado que la Enciclopedia Álvarez de los cincuenta.    

Voy pasando sus hojas y me encuentro con una lectura en la que se reprueba la conducta de un ciego que quemaba los ojos a los pájaros para que cantaran mejor y así alimentar su negocio. Y otras muchas cosas: La fuerza de la razón y la razón de la fuerza. Una pequeña biografía de Cervantes. El niño que prefería zuecos a zapatos y que con la diferencia se compró un Diccionario de la Lengua Castellana. El aire es pesado, amena lección de física sobre la presión atmosférica. Dibujos con animales a los que hay que nombrar. La famosa décima “Cuentan de un sabio que un día”, de Calderón de la Barca. Una explicación sobre la carta personal y sus partes. Tres noticias sobre perros benefactores. La luna de una noche de agosto, 384.000 km. de distancia. Lección moral titulada “El mentiroso”.  Las bombas, lección de física. Gratitud, la historia de Emilio, el hijo de la portera. El barómetro. Desde Granada. Fábula de la mona, de Samaniego. Minas de carbón: la hulla. Animales que han existido. Carta a un hermano desde Puerto Rico.  Los gorriones, esos pájaros tan beneficiosos: consumen más de 500 gusanos por día. El ahorro y la lotería.

176 páginas escritas en un estilo sencillo, documentado y austero, que hoy solo chirría un poco en las lecciones de lo que antes se llamaba urbanidad: muestran una cierta cursilería, pero son de hace un siglo, no lo olvidemos. Conocimientos prácticos de física y de matemáticas; algunas poesías; breves lecciones de autores y personajes famosos; consejos morales en los que se condena la ostentación y se elogian la bondad, el trabajo y el ahorro; prácticas de escritura, mediante cartas, y de aritmética, con ejercicios sencillos; lecciones de cosas curiosas e interesantes sobre la naturaleza que nos rodea.

Va dirigido a todos los niños que quieran complementar lo que aprenden en la escuela, una miscelánea de conocimientos hábilmente organizados. Si bien el lenguaje es algo antiguo, las enseñanzas de ciencias son muy amenas, el vocabulario sencillo y la sintaxis nada alambicada.

Pero de todo, lo mejor de El primer manuscrito, es lo que hace honor a su nombre, los diversos tipos de letra, más de diez modelos diferentes de letra manuscrita, que hacen de este libro algo singular por su originalidad.

Hoy, un siglo después, los niños de muchos países avanzados no practican la escritura manuscrita, sino que lo hacen en ordenadores y tabletas, pulsando teclas en lugar de deslizar su lápiz sobre un papel. Así, su escritura deja de ser manuscrita: la mano ya no escribe directamente, no dibuja las letras, no las une. Este salto cualitativo en el aprendizaje de la escritura a mí me parece un salto hacia atrás en la adquisición del lenguaje escrito, pues la escritura manuscrita fluye tranquila, pausada. De hecho, hay países en los que los niños, las pocas veces que escriben a mano, lo hacen separando todas las letras, es decir, no escriben letras unidas para formar una palabra, escriben caracteres. 

Si al cambio en la adquisición de la escritura le unimos el arrinconamiento de la memoria en la esquina de lo inútil, el asunto de la educación empeora. Se abusó mucho de la memoria en la escuela tradicional, se aprendía de memorieta, sin entender las cosas. Pero las cosas, una vez entendidas, han de ser almacenadas en la memoria de cada individuo, y ese almacenamiento ha de ser rigurosamente educado, faltaría más. Y que nadie me diga que para eso está google o la wikipedia. 

No obstante, mi impresión es que, después de la abrupta irrupción de las nuevas tecnologías en los diversos ámbitos de la sociedad, todo va a ir atemperándose, y en la escuela se volverá a ejercitar la memoria, esta vez bien, y los niños aprenderán de nuevo a escribir en su cuaderno como debe ser, una escritura manuscrita pausada, ojalá que con tantos modelos y tan bien desarrollados como los de este libro, ya centenario, que tengo en mis manos, El primer manuscrito.

 

Esos cielos de verano

                                                  


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Carolina: Verano y sol

                    

Han pasado tres años y ahora, cuando va terminando el verano, podría escribir el mismo artículo sobre ti, Carolina. Cambian un poco los juguetes, las actividades y las canciones, pero, en esencia, todo sigue igual. Por eso traigo aquí este artículo, me gusta leerlo de nuevo y ver que el torbellino de tu vitalidad sigue siendo inagotable. Este ha sido el verano en el que te has soltado a nadar en la piscina grande del pueblo, el verano del campamento con Yago y otros amigos. También el verano de la manga riega y el de "La potra salvaje".  Besitos, Carol.

2 de septiembre de 2021

Llegas con la fuerza y la alegría de un tiempo de verano por delante, a tu ritmo y en el pueblo, ocupando todo el tiempo y el espacio mientras nosotros aplazamos nuestras rutinas para atenderte.

Tú, Carolina, la niña de los abrazos largos en el regazo de tu abuela al levantarte, la de los dibujos animados, los paseos, los regalos, las comidas compartidas, los juguetes, los baños en la piscina de la herrén, los horarios alargados, las terrazas por la noche, el merendero de Beni, la paella en Las Becerras y el tobogán y la piscina de agua fría, las siestas en el sofá rojo, con dibujos animados de Masha y sus cuentos.

Tú, Carolina, la niña de los recortes de las revistas, la de las pegatinas, el coloreado, la bañera y tu resistencia al secador, los vestidos y otras ropas elegidos cada día a tu gusto, las mañanas animosas y las tardes lentas y larguísimas, las buenasnoches de la abuela con cuento dentro, el columpio de los mayores en el parque, el tobogán y la atracción nueva, las visitas a la tienda de Any y a la de Marisol, los paseos por el mercadillo los jueves, las visitas a la tienda de los chinos, los paseos con Pipo, la nueva muñeca de Barbie, la jaula de los pájaros cantores, la carroza de los príncipes, las revistas, la cocinilla, las cajas y los libros de la troje, las bolas, los cuadernos, los trajecitos, los juguetes.

Tú, Carolina, la niña cuya tristeza alguna vez asomaba, las peleas con el abuelo, el hablar y hablar y hablar, la alegría resuelta y mantenida, el violonchelo, el piano, las canciones repetidas, Verano y sol, La playa estaba desierta, Para ser conductor de primera, tus explicaciones sobre el ritmo sincopado de Antón Pirulero, el no parar, la casa llena de revistas, de libros, de lápices, de rotuladores, de trastos, de palabras, todo lleno, todo lleno de cosas, de ti, el silencio de la noche y la pausa hasta el día siguiente.

Y un día viene tu madre al pueblo, hace la maleta, te montas en el coche, te despides y regresas con ella a Lisboa, os quiero mucho, abuelos, mis amores, nos dices, mientras te asoman unas lagrimitas, nos coges de la mano, adiós abuelo, adiós abuela, y el coche se pierde por la calle de Olivares.

Todavía con los ojos húmedos vamos recogiendo la piscina, los juguetes, las revistas, los libros, los cuadernos y las muñecas,  colocamos todo en la troje, reorganizamos las habitaciones, la cocina, el porche, el pasillo, el patio, todo vuelve a su  rutina, la casa vuelve a estar en nuestro silencio, recuperamos con ganas nuestra vida diaria y, a la vez, te añoramos, nos sentimos bien y, a la vez, te echamos de menos, apreciamos más nuestro silencio, pero hay un sinfín de palabras tuyas por toda la casa.

Hasta pronto Carolina, besitos, verano y sol que se acaba, Antón Pirulero que seguirás cantando sincopado, como te gusta, animoso y vivaz, hasta pronto, Carolina, besitos de tus amores, tus abuelos.

Antón, Antón, Antón Pirulero,

cada cual, cada cual, que atienda su juego,

y el que no lo atienda, pagará una prenda.

Antón, Antón…

                                                                                   Jesús Bermejo

Los Navalmorales, 2 de septiembre de 2021