Lunes, 4 de noviembre de 2024
El avión
despegó de Barajas a las tres de la tarde de un día lluvioso. Hicimos
escala en Estambul, casi cuatro horas, y llegamos a Taskent, la capital de
Uzbekistán, a las ocho y cuarto de la mañana (cuatro horas menos en España),
algo más de doce horas de viaje (ocho horas de avión -en dos fases- y cuatro de
escala intermedia). Salimos con lluvia y con lluvia seguimos al llegar a
tierras uzbecas.
En el vuelo fuimos repasando el programa de nuestro viaje, que incluye, por supuesto, la capital
del país y la clásica ruta de la seda -Jiva, Bujará y Samarkanda- pero también
el valle de Ferganá, apenas visitado por los turistas, y el Mar de Aral. Todo con una prosa florida y envolvente, como es común.
“Esta ruta propone un fantástico recorrido entre hermosas cúpulas
azules, arquitectura islámica y mezcla de tradiciones. Visitaremos históricas
ciudades como Samarcanda, Bukhara y Khiva, en tierras uzbekas. Descubriremos
paisajes grandiosos con estepas, hasta donde alcanza la vista. Apreciaremos la
amabilidad de su gente, descubriremos una Asia desconocida, admiraremos
ciudades misteriosas, deleitaremos nuestro paladar, todo ello con los cánticos
de fondo que se escuchan desde lo alto de los minaretes.
Empezaremos
nuestro recorrido por la fascinante ciudad de Taskent, la capital del país. Seguiremos por el Valle de Fergana, la región más fértil y
poblada de Uzbekistán, con un tercio de la población del país. Visitaremos
Kokand, conocida por su rica historia y su herencia cultural, Rishtán, ciudad
famosa por su rica tradición en la cerámica y Marguilán, conocida por su
tradición en la producción de seda y en particular por el famoso ikats
uzbeco.
Regresaremos a Taskent y tomaremos un avión con destino a Nukus, la ciudad
del noroeste y llegaremos al Mar de Aral. Por el camino, nos maravillaremos con
la planicie Ustyurt. Y después visitaremos
Moynak.
Llegaremos hasta la fascinante ciudad medieval de Jiva. Nos
maravillaremos con la mítica Bujara, declarada Patrimonio de la Humanidad. Y
nos trasladaremos hasta Samarkanda, uno de los destinos más deseados por
cualquier viajero, el centro de las artes, las caravanas y las más
grandiosas madrasas.
Un maravilloso viaje que quedará para siempre grabado en nuestra memoria, conociendo la vida nómada, cruzando desiertos
y estepas, para llegar a ciudades legendarias que han presenciado episodios
fundamentales de la historia de la humanidad”.
Y
también repasamos nuestros apuntes sobre Uzbekistán (Ozbekiston), la nación en
la que vamos a estar dos semanas.
https://www.exteriores.gob.es/documents/fichaspais/uzbekistan_ficha%20pais.pdf
https://villagemonde.com/es/projets/uzbekistan/
Martes, 5 de noviembre
Después
de las rutinas de frontera, salimos a una explanada en la que nos estaba
esperando el que iba a ser nuestro guía durante dos semanas, un guía risueño,
joven y amable que nos dijo su nombre y lo repitió con afán didáctico: -Me
llamo Akbar.
-¡Ah!
-dije yo- Akbar, creo que quiere decir el grande. El guía sonrió y nos dijo:
-Sí, mi
nombre completo es Hojiakbar, pero podéis llamarme Akbar. Significa grande, sí,
grande.
Al lado
de nuestro guía estaba el conductor del coche, un hombre de Corea del norte,
que se entendía con Akbar en ruso. Nosotros cuatro hablábamos en español con el
guía. Akbar, además de uzbeko, habla inglés y ruso, y se desenvuelve en
castellano razonablemente.
Salimos
del moderno aeropuerto y nos llevaron al hotel.
Akbar, como sucedería durante todo el viaje, logró que las rutinas del
alojamiento fuesen muy rápidas, así que enseguida subimos a las habitaciones,
que estaban bien, eran amplias, modernas y funcionales. Maletas, baño y
desayuno. Estábamos un poco cansados: habíamos dormido algo, pero no gran cosa,
y además teníamos encima la carga de ir hacia el este, con el despiste que te
ocasiona. Parecía que nos habían robado la noche. Nos repusimos algo en el
desayuno, café, fruta, bollos. Había una crema parecida al yogur que me gustó
bastante, se llamaba koinak o algo así.
Akbar nos
citó en el vestíbulo para ir a visitar la capital del país, una ciudad moderna
de más de dos millones de habitantes. Grandes avenidas, muchos coches y
bastante nuevos, parecía cualquier ciudad occidental. Akbar nos dijo que
Taskent era una ciudad muy antigua, pero que sufrió un gran terremoto en 1966 y
tuvo que ser reconstruida. Los soviéticos se emplearon a fondo en dicha
reconstrucción. Hoy es la ciudad mas grande de toda Asia Central.
Visitamos el Monumento al valor, erigido en
1976 para conmemorar la reconstrucción de la ciudad después del terremoto del
26 de abril de 1966, que destruyó cientos de casas. Más de 300.000 personas se
quedaron sin hogar y se vieron obligadas a vivir en tiendas de campaña. Gracias
a la ayuda amistosa de las repúblicas soviéticas, se emprendió un enorme
proyecto para reconstruir prácticamente toda la ciudad y construir nuevas
urbanizaciones. Vemos un inmenso hombre “soviético” pero con elementos uzbecos:
gorro, faja, espada… Detrás, una mujer y un niño. Simbolizan los tres el
esfuerzo en la reconstrucción de la ciudad.

Después nos llevan a visitar el complejo Khast
Iman, centro religioso-cívico de Tashkent, la vieja madrasa, la nueva, el
minarete y la mezquita. Allí pudimos contemplar uno de los seis primeros libros
del Corán, escrito en caracteres cúficos. También entramos en la mezquita,
donde un rato antes había habido rezos. Hay una verdadera fiebre constructora en lo que se refiere a edificios religiosos musulmanes. Hay mucho dinero de los países del Golfo invertido en esta ciudad, leeemos en nuestros apuntes.

Cambiamos
de tercio, y nos llevaron a ver el mercado de Chorzu, el más antiguo de la ciudad.
Impresionante. Por fuera, muebles y todo tipo de objetos. Por dentro, un
espacio inmenso distribuido en dos plantas. La de arriba de frutos secos,
centenares de puestos grandes con todos los frutos secos del mundo. La planta
de abajo, un gigantesco espacio llenos de puestos con carnes de vacuno, de
caballo, de pollo, de ganado ovino y caprino, piezas grandes y pequeñas, patas
y pezuñas de caballo, fruras y verduras por aquí y por allá, arroces, fideos de
mil tipos.

Cuando ya nuestros cinco sentidos estaban saturados, tomamos un zumo
de granada, la bebida popular del país, además del sempiterno té, y salimos por
un lateral hacia una panadería que tenía ocho hornos tradicionales, de leña. Olía
a pan calentito, así que compramos dos hogazas recién horneadas y nos las
zampamos en un instante.
Después nos dirigimos a un restaurante popular, uno más
entre más de una decena que había en el mercado, y comimos el plato típico
uzbeco, el plov, arroz con cordero, garbanzos y verduras, y unos pinchos
de carne de ternera.
A lo
largo del viaje podremos pagar en euros sin ningún problema, bien con tarjetas
o en metálico. (Casi todos los gastos ordinarios están ya pagados,
incluido el desayuno y una de las comidas/cenas de cada día). En los sitios más populares usaremos el dinero local, cuya
unidad es el som. Es un poco extraño al principio. Por un euro nos dan 13000
som. Así que cuando en el mercado cambiamos 100 euros nos dieron 1,3 millones
de som. Enseguida nos acostumbramos. Por ejemplo, al ir al baño se acostumbraba
a dar 2500 som, unos veinte céntimos de euro. Así que, si la comida nos costó a
los seis 190000 som, enseguida aprendimos a convertir. 13000 som, un euro;
130000 som, 10 euros. 190000, unos 14 euros.
Salimos del mercado y disfrutamos de una vista panorámica de la capital de Uzbekistán, con paradas en la plaza de la Independencia, la más importante de Tashkent, con el monumento a la madre llorando y la llama eterna. También los paneles en bronce, en formato hoja de periódico, con los nombres de todos los muertos uzbecos en la segunda guerra mundial.

Fuimos después a recorrer un barrio popular de la
capital, de los pocos que resistieron el terremoto, un barrio tradicional cuyas
características veremos repetidas en muchas zonas del país: casas de una
sola altura, puertas grandes, sin ventanas al exterior, pequeños patios, calles
de tierra…
Luego, la plaza del teatro de la
ópera y ballet Alisher Navoi, un gran espacio fundado en los años cuarenta, y las
grandes avenidas del centro de esta imponente ciudad de Asia Central. Seguimos nuestro
periplo entrando en el metro, cuyas estaciones son pequeñas obras de arte.
https://www.krisporelmundo.com/metro-tashkent/
Y terminamos en la plaza
de Amir Temur, el gran Tamerlán, del que hablaremos más adelante.
Después
nos tomamos unas cervezas en el hotel Uzbekistán, una imponente mole que nos
recordaba el hotel Nacional de La Habana. Regresamos al nuestro y nos
acostamos a las ocho de la tarde. A las 6 y media de la mañana teníamos que estar
desayunando. Nuestro tren saldría a las ocho y veinte rumbo al Valle de
Fergana.


Miércoles, 6 de noviembre
En Taskent montamos en un tren que nos iba a llevar desde la capital al Valle de
Fergana, en la parte más occidental del país. Decíamos más
arriba que el Valle de Fergana
es la región más fértil y poblada de Uzbekistán: allí habita
un tercio de su población. Miramos
el mapa y observamos como cuatro de las cinco repúblicas de Asia Central se
disputan el valle de Fergana, debido sin duda a su riqueza agrícola. Las
fronteras parecen las lindes de muchas huertas de lugares de montaña, van y
vienen con sus curvas siguiendo el rastro antiguo o el capricho de los más
poderosos. Parece ser que Stalin disfrutó trazando las fronteras de las distintas repúblicas en un valle que en su día fue todo él parte del kanato de Kokand. Dichoso Stalin y su politburó, aún se ven sus trazas en estas tierras.
El
tren tenía pinta de ser antiguo -la calefacción era de carbón- pero cómodo, y casi todos los viajeros eran del país; los
únicos ajenos al lugar éramos nosotros cuatro, pues hasta Akbar, nuestro guía,
era del Valle, de la ciudad de Anguilán. Iba en el tren bastante gente y por
momentos se alcanzaba una buena velocidad.
Nuestra curiosidad nos llevaba por
igual de los paisajes a un lado y otro de vía a las caras de los viajeros y sus
quehaceres. Muchos árboles otoñales con su amarillo presente a lo largo del
valle. Montañas inmensas, ya nevadas en sus crestas soleadas. Hombres mujeres y
niños de aspectos diversos, pero predominando los rasgos asiáticos mongoles, de
constitución fuerte, ojos achinados y sonrisa frecuente. También gentes de
aspecto turco y persa, y algunos de aspecto eslavo, de piel muy blanca y
cabello rubio. Un par de veces nos ofrecieron té los camareros del tren; casi
todo el mundo se entretenía bebiendo mientras nos miraban como diciendo ¿a
dónde irán estos occidentales?, ¿qué vendrán a hacer a Fergana? Y no les falta
razón, pues de cada cien turistas que visitan Uzbekistán solo cuatro o cinco
vienen a este valle. Hoy, esos cuatro somos nosotros. Por eso en
estos días los fotografiados no van a ser los del país sino nosotros; nosotros
seremos la novedad para estas gentes, que tienen en común con sus compatriotas
el ser simpáticos, abiertos y acogedores, con su sonrisa agradable y su curiosidad
continuada.
Bajamos
del tren en Kokand y allí nos esperaba un conductor con su coche, que nos iba a
acompañar estos días, hasta nuestra vuelta a la capital al finalizar nuestra
visita al valle. La agencia lo tenía todo muy bien organizado y Akbar, nuestro
guía, se esforzaba con profesionalidad para que todo fuese bien y fluyera el
viaje con precisión y naturalidad, sin contratiempos ni adversidades.
Cerca
de la estación entramos en un restaurante grande, con una sala llena de gente,
sobre todo mujeres mayores y jóvenes, acompañadas de niñas y niños. Al lado,
había un salón de bodas inmenso,
parecido a esas salas de eventos españolas recargadas de adornos neobarrocos y
cúpulas de pastel. Cuando dijimos que nos gustaría comer y beber unas cervezas
nos dijeron que no había ningún problema, pero que tendríamos que ir al salón
inmenso. Sin dudarlo ninguno, prescindimos de nuestras cervezas y pedimos una
mesa en la sala abarrotada de mujeres. De
inmediato desfilaron por la mesa platillos de ensalada, cuencos de sopas
diversas, tazas de té, pinchos de carne de ternera y dulces variados. Mientras
comíamos nos dimos cuenta de que la gente que nos rodeaba era bastante distinta
a la de la capital; aquí había una cierta homogeneidad de rasgos, la mujeres,
en general, llevaban cubierta la cabeza. Según nos decía Akbar, la presencia de
la religión musulmana en este valle es notable, desde hacía mucho tiempo. Y que
desde 1991, , es decir, cuando la URSS se desintegró y las repúblicas en ella
federadas declararon su independencia, la religió islámica había florecido al
haber de verdad libertad de cultos.
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Dimos
después un paseo por Kokand y visitamos el palacio del Khan, del siglo XIX, la madrasa y mezquita Jami, el mausoleo de Madari Khan (la madre del khan), todos del XIX, y
un museo de historia local algo lúgubre pero muy interesante. Luego visitamos una tienda en la
que había dos mujeres y un hombre tejiendo seda mientras hablaban con nosotros.
Allí compramos unos gorros típicos uzbekos. Y, clarto, también unos pañuelos de
seda. Al lado, una tienda de turrones nos llamaba la atención. A los uzbecos les
gusta mucho. A nosotros también. Pero nos parece de un sabor menos intenso que
el turrón tradicional español.



Ya
en el hotel tomamos algunos aperitivos y unas cervezas buenísimas, acompañadas
de unas almendras tostadas calientes, que nos llevaron, al probarlas, a siete
mil kilómetros de distancia, a las cocinas de Los Navalmorales y a sus cuencos
de almendras recién tostás. El camarero se desvivía por atendernos, hablaba en
inglés con fluidez, nos puso una canción en español: “Tengo la camisa negra…”,
y luego otra y otra, incluida esa que hizo Don Patricio, “Contando lunares”, canción
exitosa que compuso unos de los hijos de Isabel y Juan Pablo, nuestros amigos y
compañeros de viaje. Nos despidió el camarero con unos dulces bien ricos y nos
acompañó hasta vestíbulo del hotel, un palacete renovado con unas habitaciones
amplias y muy cuidadas. A lo largo de nuestro viaje nos alojaríamos en habitaciones
muy diversas, como el país, pero todas ellas tenían dignidad y calidad, desde
las modernas y funcionales de Taskent, Bujara, Samarkanda y Nukus hasta las tradicionales
de Jiva, Kokand y Marguilán.
Después
de un rato de lectura, apagamos la luz; había que reponer fuerzas descansando
bien. Mañana también iba a ser un día de bastante movimiento.
https://charosca.wordpress.com/2011/06/13/valle-de-fergana-uz/
https://www.advantour.com/es/uzbekistan/kokand.htm

Jueves, 7 de noviembre
Después de un buen desayuno,
montamos en un minibús camino de Rishtán, la ciudad de los alfareros. Vamos de
camino y alternamos el mirar el paisaje con la lectura de nuestra guía petit futé de Ubbekistán:
“Durante
años, el valle de Ferganá fue un lugar de difícil acceso y, a menudo, muy
alejado de las principales rutas turísticas del país. De hecho, desde allí hay
que volver sobre los propios pasos (Taskent) para explorar el resto del país, o
bien pasar a través de países vecinos (pero las fronteras son actualmente
difíciles de cruzar). Con la apertura de una línea de tren de alta velocidad
que une Andiyán con Taskent, vía Marguilán y Kokand, la actividad turística
parece estar aumentando de nuevo. Esto no se refleja todavía en un incremento
significativo del número de hoteles, pero debería cambiar muy rápidamente. En
cualquier caso, el valle de Ferganá está ahora en las agendas de los viajeros
que visitan Uzbekistán. De momento hay un tren al día en cada sentido, que
tarda cinco horas y media en cubrir el trayecto”.

Rishtán
está solo a treinta km de Kokand. Es la ciudad de los ceramistas más reputados
del Valle. Se fabrican vajillas de cerámica azul desde hace más de 700 años,
tazones de té o de sopa, platos para el plov y jarrones. Los artesanos
aprovechan el suelo arcilloso de la región y reproducen desde hace siglos una
técnica decorativa específica con pinturas minerales: cobalto para el azul,
manganeso para el marrón y cobre para el verde.
Akbar nos
lleva a un taller en el que primero vimos trabajar a los alfareros y luego
visitamos el museo. Por último, recorrimos los almacenes y compramos algunas
cosas.
Después
de tomar un té para sellar nuestras compras, en las que hubo, cómo no, regateo,
esa costumbre que apenas la dominas ya se te acaba el viaje, nos llevaron a
Marguilán, la ciudad de la seda por excelencia. Primero estuvimos en un taller
local, donde vimos cómo se procedía en el artesanal proceso desde el capullo,
la olla, los hilos, la bobina… hasta el tejido y el teñido de la seda. Y
después, tienda y compra.
Comimos
en un autoservicio local, en el que, gracias a Akbar, pudimos expresar lo que
queríamos comer, si bien por señas casi siempre se acierta. Todo nos parece
bastante cercano al mundo chino: los vestidos, las casas, las comidas, si bien
con rasgos propios. Eso sí, con abundancia de pan, frutas y verduras. En fin, la
frontera china está a 300 kilómetros, eso sí, pasando previamente por Kirguistán.
Después
fuimos al mercado local, no tan grande como el de Taskent pero aún más colorido
y popular. Ellos no, nosotros éramos el espectáculo: en todos los puestos nos
paraban, nos miraban con intensidad, nos ofrecían productos, nos preguntaban
por el Real Madrid y por el Barcelona, se hacían fotos con nosotros. Fue una
fiesta aquel rato. Les alegramos su tarde, que, debido a nuestra presencia, tan
occidental, les hacía mostrarse amables, curiosos, risueños. Así son los
uzbecos, tan simpáticos como los españoles de los años sesenta, cuando los
turistas empezaron a llegar por millares a nuestro país. Uzbekistán recibe al
año dos millones de turistas; España, noventa millones. Akbar se frotaba los
ojos. A los noventa no van a llegar, pero a 10 o 15 millones al año, yo creo
que sí. En ello están.

Después
de alojarnos, dimos un paseo al atardecer y nos adentramos en el barrio
antiguo, calles desiertas casi, poco iluminadas. Al llegar la mezquita, nueva,
reluciente e imponente en medio de aquella humilde barriada, unos centenares de
hombres de todas las edades salían rumbo a sus casas después de los rezos de la
tarde. Un empleado, al ver que éramos extranjeros, nos preguntó, en uzbeco, de
dónde éramos. Españoles, le dijimos. ¡Ah! Españoles. Qué bien. Real Madrid,
Barcelona. El fútbol nos abría las puertas de la mezquita, y las ganas de
agradar de aquel buen hombre. Pronto apareció por allí el imán, imponente con
su barba blanca y larga, su turbante y su autoridad. Sin duda nos llevaron, por
orden suya, a ver los artesonados del siglo XVI y XVII, lo único antiguo de la
mezquita, una belleza que nos explicaban con su móvil, pasando palabras del
uzbeco al español con el traductor de Google, cosa que sucedería a menudo en el
viaje, e informándonos de todos los detalles.
Cuando se enteraron de que en
Madrid había una mezquita grande, se asombraron. Y al citar nosotros la gran
mezquita de Córdoba, el imán nos miró, dando a entender que sabía de lo que le
estábamos hablando. Ya se había ido el imán cuando el almuecín se quitó la
gorra de béisbol que llevaba, se puso un gorro de oración y, sin altavoces ni
preámbulos se pusó a cantar versículos del Corán durante más de cuatro minutos;
nos quedamos paralizados y asombrados: no era un canto dirigido al turista, era
un regalo al visitante interesado en la cultura local. Fue uno de los momentos
más emocionantes del viaje: inesperado, auténtico; un regalo.
Desandamos
el camino, avenida central, un restaurante llamado Anor (granada), donde
tomamos un mojito (sin alcohol, no los había de los otros) y picoteamos de una
pizza. Así salíamos un poco de la inmersión en la que estábamos inmersos.
Además, la contundente comida de mediodía no nos permitía sino dejar el
estómago en paz. Cansados y satisfechos, nos dirigimos al hotel para descansar.
https://www.youtube.com/watch?v=XWGb_hk1Iqc
El gran Luis
Pancorbo, y su equipo de RTVE del programa de la 2 “Otros
pueblos”, nos presenta Uzbekistán. Un programa de los que ya no hay,
sinceramente. (En el minuto 47 aparece una fábrica de seda de Marguilán).
Viernes, 8 de noviembre
Decidimos
madrugar y, antes de salir de Marguilán camino de Taskent, ir a visitar la
fábrica de seda Yodgorlik, que estaba a
menos de media hora de nuestro hotel. Fuimos andando y conociendo la zona, un
barrio tradicional muy parecido al de la mezquita de ayer, con sus casas de una
altura, algunas de dos y una curiosidad que nos llamó la atención: muchas
mujeres, y algunos hombres, barriendo la zona de la calle que limitaba con su
fachada. Como estábamos en noviembre, las hojas caducas esperaban las escobas,
todas ellas tradicionales, que movidas por manos acostumbradas y certeras,
abandonaban las calles y llenaban grandes espuertas de otoño.

Entramos
en la fábrica, en la que, después de un almacén y tienda, recorrimos un patio
al que daban diversos espacios de trabajo. Abrimos la primera puerta: era un
taller manual de alfombras y seda en el que trabajaban seis mujeres y un
hombre, cada uno en su telar, vigilados por una gobernanta con aspecto de
matriarca postsoviética. Nos dejaron acercarnos y ver su trabajo: la curiosidad
era mutua. Después pasamos a un taller mecanizado en el que había un ruido
insoportable…para nosotros: las empleadas no cuidaban sus oídos, no sabemos si
por carecer de cascos protectores o porque les daba igual, era su costumbre.
En un
tercer taller, también mecanizado, la encargada nos mostró, con precisión
didáctica, los muchos hilos y bobinas para hacer el paño de seda. Su sonrisa,
sin duda, hacía más comprensible el proceso.
En el blog Letras de viajes puedes ver varias fotos, hechas con precisión y mimo, de esta fábrica de seda. Y también más fotos de Marguilán (preciosas las del mercado) y de otras ciudades de Uzbekistán.
https://letrasdeviajes.blogspot.com/2016/02/uzbekistan-margilan-fabrica-de-seda.html
https://letrasdeviajes.blogspot.com/2016_02_22_archive.html
Regresamos
al hotel y, en la recepción nos obsequiaron con un gorro uzbeco para cada uno.
Agradecidos por el regalo, sonreímos al despedirnos, con nuestro gorrito
puesto, y montamos en un minibús.
https://www.advantour.com/es/uzbekistan/tradiciones/ropa-tradicional.htm
Nuestro regreso va a ser por carretera, una
ruta en la que no están permitidos los autobuses y los camiones, parece ser que
por su peligrosidad. Montañas
inmensas, un puerto experto en curvas, nieve en las cumbres y un frío que
pelaba. Eso fue lo que vimos en la primera parada.


En la segunda, un té y una
hogaza de pan recién horneado nos alegraron el rato que pasamos en una mesa
tradicional uzbeca, llamada tapchán, cuya estructura habíamos visto en el mercado de Taskent,
pero que ahora íbamos a estrenar. Imaginad una tarima de 2 x 3 metros a una altura de unos treinta cm. del suelo, toda ella rodeada de una
barandilla de madera fuerte y consistente. En medio de dicha tarima, una mesa
rectangular de 1,5 x 1 metros, alrededor de la cual nos sentamos, con los
pies recogidos o estirados bajo la mesa. En una tarima que había frente a la
nuestra, cinco o seis hombres ya estaban terminando su comida, razón por la
cual aquel espacio les servía de cama en la que estirarse y echar una
siestecilla. Curioso mueble que veríamos bastantes veces en nuestro viaje, pero
nunca como en este lugar saliendo del valle de Fergana: aquí no es un mueble
antiguo que se conserva; es una pieza de uso común y diario, que veremos más en
las regiones menos turísticas de nuestro viaje.


Paramos a
comer en un salón inmenso, con atrio o portada ostentosa de aspecto chino. La
comida era buena y abundante: espetos de pollo, sopas, ensaladas, ragut con
papas fritas, frutas. Por los seis pagamos 300.000 som, es decir, 60.000 por
persona, 4,5 euros.
Después
de cinco horas llegamos al aeropuerto de Taskent. Facturación, aduana interna,
seguridad y un vuelo de hora y media. Habíamos recorrido más de mil km. Nos
habíamos trasladado desde el oeste del país al noreste. Habíamos aterrizado en
Nukus, la capital de esta región autónoma llamada Karakalpakistán.
Jesús Bermejo
