Hace cuatro años trajimos aquí la crítica que hizo Carlos
Boyero, en El País, de la película Ida, un prodigio y una
novedad. Cuatro años después, se ha estrenado Cold War, otra
película del mismo director, el polaco Pawel Pawlikowski, que sigue
la estela de la anterior. De nuevo, la crítica de Boyero.
Qué belleza sobre los amores
difíciles
Es una sensación mágica y por lo tanto escasa. Ocurre
al finalizar determinadas películas. Es imposible que abandones la sala hasta
el último título de crédito, flotas, estás removido, la historia que te han
contado te impregna, esos personajes, esas imágenes, esos sonidos te van a acompañar
durante mucho tiempo, es un placer íntimo y solitario, solo podrías compartirlo
con alguien muy cercano o muy cómplice. Me ocurrió con Ida, la
anterior película de un polaco singular llamado Pawel Pawlikowski, un director
que parece de otro tiempo, de un cine filmado en maravilloso blanco y negro,
sugerente hasta el dolor, misterioso, sutil. Me impresionó tanto aquella
novicia en un convento de clausura que sale al mundo para descubrir el horror
con el que fue machacada su auténtica y desconocida familia, aquella jueza
legendaria por su implacable caza de brujas durante el estalinismo,
desesperada, alcohólica, promiscua, cínica, que sin hacer aspavientos ni
implorar piedad se lanza un día por la ventana, la atmósfera que desprendía
cada escenario y cada plano, que me hacía esperar con ansiedad (pero también
con un poco de miedo) su siguiente película.
Se titula Cold War y es
otra obra maestra. Pawlikowski retorna al pasado, a un tiempo asfixiante y
represor en la Polonia de la posguerra, para narrar un amor tan volcánico como
desgarrador, al que las circunstancias imponen el ni contigo ni sin ti, y que
se desarrolla entre 1949 y 1964. Él es un músico contratado por el Gobierno
para adaptar el folclore ancestral y primitivo (producto del sufrimiento y la
humillación, pero que también otorgaba alegría, cuenta alguien) al triunfo del
proletariado, la reforma agraria y la glorificación del timonel Stalin. Ella
canta y baila, es voluptuosa de forma natural, intentó cargarse a su padre
porque alguna vez la confundió con su madre, quiera hacer carrera.
Son dos instintivos profesionales de la supervivencia
en tiempos difíciles. Él se exiliará y se buscará la vida tocando el piano en
París. Ella se afianzará en su arte representando las esencias del alma eslava
al servicio del nuevo mundo impuesto desde Moscú. Y ambos tendrán amantes,
parejas, líos, pero seguirán soñando con sus furtivos reencuentros, con algo
tan imposible como la continuidad, un futuro juntos, el mantenimiento de la
plenitud. Y surgirán las broncas, los celos, el enloquecimiento, la desolación.
También la certeza de que la vida no vale nada si no pueden estar juntos.
Desde el insólito arranque, mostrando los cantos y los
exóticos instrumentos musicales de la tradición más remota, hasta, en uno de
los desenlaces más hermosos, románticos y trágicos que he visto en el cine,
esta película resulta imprevisible, poderosa, lírica, compleja y veraz. La
capacidad del director para crear imágenes inolvidables, recrear ambientes,
expresar sensaciones con miradas, tonos de voz y pequeños gestos, hacerte vivir
la música (desde las canciones populares al jazz, desde el rock a la música
clásica), dirigir actores y actrices, lleva la marca del clasicismo.
Y el clasicismo sirve para transmitir emociones
universales, retratar un mundo sin que nada falte ni sobre, sentir como algo
tuyo lo que les ocurre a unos personajes de ficción. Pawlikowski dedica Cold War a sus padres y ha dado a entender que en
su argumento hay muchas cosas que se ajustan a la vida real de la gente que le
engendró. Quiero pensar que se sentirían conmovidos con la belleza, la pasión y
la tristeza que desprende la película de su hijo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario