Cuando mi madre cumplió catorce años, abuela María la llevó a Plasencia para
que estudiara corte y confección, pues parecía ser ése un oficio que la atraía.
Se alojó en casa de tía Isabel, una prima segunda de abuela con la
que ésta mantenía una estrecha amistad. Tía Isabel era una señora muy singular,
con una voz especial y distinguida, una voz que mostraba dulcemente las yes del
habla extremeña y las leves caídas de la entonación al final de las frases. Se
quedó viuda siendo bastante joven, así que tuvo que admitir huéspedes para
completar la menguada pensión que le había quedado.
En casa de tía Isabel se comía a plato y el último en
servirse era siempre Alejandro, su hijo menor. Unas veces era poco lo que
quedaba en la fuente y otras bastante, pero Alejandro habitualmente apuraba
hasta lo último. Tal fama de tragón se ganó, que aún hoy se hacen bromas en la
familia a propósito de aquellos platos a rebosar que se metía entre pecho y
espalda en un santiamén, o de aquéllos otros menguados, con apenas un cucharón
de lentejas, que descomponían su cara y le hacían maquinar cómo completar su
exigua ración.
Al llegar a aquella casa, lo primero que
hizo mi madre fue aprenderse de memoria el nombre de la calle y el
número: Rúa Zapatería, 10, cerca de la Plaza Mayor, al lado de la catedral. Al
principio echaba de menos, en aquel cuarto estrecho que compartía con su prima
Chon, las confidencias que le hacía su madre cuando iban a fregar los cacharros
a la regadera del Regajillo, o lo bien que le daba al palique cuando cosían a
la sombra, en las largas tardes de verano.
Muy pronto se dio cuenta, con la vivacidad de sus ojos verdes, de que
aquélla era la ciudad de su vida, su destino privilegiado. Midiendo telas y
dibujando patrones, mi madre soñaba con un futuro próspero en un taller de
costura propio, con una clientela fija que le permitiera quedarse para siempre
en Plasencia, disfrutando de un trabajo bien hecho y sin las penurias de la
vida del campo.
Pero aquello no duró más que dos años, y no se
sabe a ciencia cierta si fue por la escasez de comida –eran los
duros años de la posguerra- o por la falta de espacio en la casa.
Aunque, pensándolo mejor, tal vez la causa residiera en que mis abuelos se
cansaron del precio que tenían que pagar por la estancia de mi madre en
Plasencia, ya que todos los veranos, en cuanto acababa el curso, tía Isabel
llevaba a sus tres hijos a Aravalle y los dejaba en casa de mis
abuelos hasta mediados de septiembre. Allí disfrutaban de lo lindo, sobre todo
Alejandro, que con su estómago insaciable nunca se cansaba de comer y engordaba
lo suyo, ya que en casa de mi abuela todos comían de la misma fuente y ésa era
una costumbre que a aquel tragón le parecía extraordinaria.
También mi abuelo debía apreciar mucho tal costumbre
así que, para preservarla debidamente, convencería a mi abuela de la
necesidad de que aquel intercambio terminase. Fuera por una u otra causa, mi
madre ya no volvió más a sus clases de corte y confección en el colegio de las
Josefinas.
Aquellos dos años dejaron una profunda huella en su forma de encarar la
vida. Su predilección por Plasencia siempre le hizo añorar la ocasión perdida,
y cada vez que volvía a su ciudad, paseaba con nostalgia por plazas y calles,
visitaba palacios e iglesias, recorría la catedral y el mercado, entraba en
tiendas de ropa y se quedaba deslumbrada al ver los puestos de frutas y
verduras de la Plaza Mayor. Aunque, para su desgracia, las más de las veces
deambularía por aquellas calles buscando farmacias de guardia o caminando hacia
la consulta de don Pedro, el médico de la tuberculosis.
Cuando volvió a Aravalle, mi madre ayudaba en las tareas de la casa y se
esforzaba atendiendo a sus primeros sobrinos, la numerosa prole de su hermana
Filomena, que allí se criaba al abrigo de la bondad de mi abuela María. También
se empleaba a fondo en algunas tareas del campo, las reservadas a las
mujeres: sembrar, coger fruta, ayudar en la recolección de las patatas, traer
leña, llevar la comida a los hombres allí donde estuvieran trabajando... En sus
ratos libres seguía con su afición a los patrones y las telas, hasta que vio
que era vano empecinarse en ir contracorriente y decidió guardar en
el baúl sus útiles de pantalonera en ciernes. Las reglas, los cartabones, las
tizas, el metro de madera, los libros y cuadernos de labores, los dibujos de
prendas y los recortes de revistas se quedaron para siempre en el
tiempo de lo que no pudo ser.
Fue ganando fama de buena persona, como su madre, y de ferviente católica,
como su padre. En aquellos años de devoción mariana obligatoria, perteneció a
la asociación religiosa “Hijas de María”, entre cuyas tareas estaban las de
cuidar el altar de la Virgen, visitar a los enfermos y dar catequesis los
domingos. Tenía gran amistad con Juana y con Tomasa pero su amiga preferida era
Sabina, su prima, a quien le contaba todo tipo de confidencias. Los domingos
por la tarde solían ir al salón de baile, primero al de abuelo Jesús y luego al
de tío Román. Allí podían mirar sin reserva a los mozos del pueblo y
bailar con ellos si las sacaban.
Pronto empezó a fijarse en Enrique, un mozo simpático y guapetón, a quien
miraba embelesada mientras hablaba con sus amigos. Él también se fijó en sus
ojos verdes y en su figura, así que un día la invitó a bailar. Ella hizo un
mohín pero aceptó, y con la mano izquierda le abrazó suavemente el hombro
mientras le ofrecía la derecha para que se la cogiera. Él le ciñó la cintura
con decisión y empezaron a bailar el bolero que salía del manubrio, primero con
extrañeza y después con soltura. Enrique la llevaba muy bien, era muy bailarín.
En la conjunción
de dos lugares contradictorios- el salón de baile y la iglesia- mi
madre encontró la seducción de la vida pero también la agonía del remordimiento
y el pecado, pues entonces casi todo era pecado. Después de titubeos y
exploraciones, de avances y confusiones, decidieron confirmar su noviazgo y
andar el camino que les llevaría a casarse unos años más tarde.
Cuando mi padre cumplió dieciséis años, abuelo Jesús
lo llevó a Avila para que estudiase ebanistería en la Escuela de Artes y
Oficios. Se hospedó en casa de su tía Primitiva, que vivía en la calle Tras de
Gracia. Allí dormía y comía pero su vida transcurría en la Escuela, donde iba
aprendiendo a manejar cepillos, escoplos, escorfinas, garlopas y sierras. Todos
los días, al subir aquellas cuestas camino de las clases, iba pensando en su
futuro y se entusiasmaba con la idea de tener un taller cuando fuese
mayor. Le encantaba aquel oficio y estaba dispuesto a hacer lo que fuera por
llegar a ser un buen ebanista.
Viviendo con su tía, mi padre conoció de cerca la triste historia de
aquella familia, que para él había sido un enigma hasta entonces. Tía Primi,
aún con lágrimas en los ojos, le contaba a mi padre que su marido la había
abandonado a los nueve años de casarse, que se había llevado al único hijo
varón y que las había dejado en la miseria a ella y a su hija Lumi. Tía Primi
le decía que sacó fuerzas de flaqueza, después de mucho llorar, y no paró hasta
lograr un trabajo fijo, una portería que le permitiera salir adelante. Tuvo que
aprender, con tristeza y dolor, a vivir sin su hijo, a renunciar a él, a
conformarse con su secuestro.
Aquellos estudios de mi padre fueron interrumpidos bruscamente a los dos
años de su comienzo, cuando abuelo Jesús se murió. Mi padre tuvo que regresar a
Aravalle y encargarse de la hacienda de su madre. “Tienes que dejar los
estudios y venirte al pueblo para encargarte de todo, Enrique, tú eres el único
hombre de la familia”.
Siendo ya mozo, mi padre apenas hablaba de su estancia en Ávila y cuando lo
hacía, se protegía y evitaba hablar de su frustrada vocación de ebanista. Pero
en la soledad del desván guardaba con primor, envueltas en un trapo, sus
herramientas preferidas: el formón, el escoplo y la escorfina. Sin embargo las
que de verdad usaba eran la azada, el calabozo, la segureja, el hacha, la
horca, el rastrillo, la guadaña, la hoz y la pala. Con ellas trabajaba
duramente, sacando adelante la casa de su madre y la de tío Benjamín.
En los días de descanso y en la función del pueblo solía divertirse con sus
amigos, sobre todo con Gabriel y Braulio, a quienes quería como a hermanos.
Fueron sonados los festejos que prepararon cuando llegaron a quintos, con el
carnero encintado como mascota, el gorro que no se quitaron en los tres días,
las corridas de gallos y el excitante espectáculo del miércoles de ceniza,
pintando a las mozas en la cara.
Algunos meses después de las fiestas de quintos, los amigos de mi padre se
marcharon a la mili, pero él no tuvo que ir pues se libró por ser hijo de
viuda. Al venir de permiso Gabriel y Braulio, mi padre les dijo que estaba
saliendo con mi madre. Unos meses después ya eran novios formales.
Pasados algunos años, decidieron casarse y celebrar la boda en el salón de
abuela Isabel, que ya no era salón de baile sino archivo silencioso
de recuerdos y alicaída estancia de melancolía. Ellos lo alegraron
con su boda. Y mi madre decidió que rompería con la tradición: nada de flores
secas, como hacían todas las novias; ese día iba a llevar un buen ramo de
flores frescas. Como todos los recién casados, fueron al fotógrafo de El Barco
para hacerse el retrato tradicional, que los muestra demasiado irreales, tan
lejanos e imposibles como los novios de todas las fotos. Pero hubo entre los
invitados un aprendiz de retratista que hizo una fotografía deliciosa, en la
que se muestra con acierto cómo pudo ser aquella boda. En el centro de la
imagen destaca abuelo Manolo, con su eterno sombrero, y a su lado, sentado
también, tío Antonio. Por delante, algunas de mis primas hacen una pausa en sus
juegos para salir también en el retrato. Detrás de abuelo, sonriente y feliz,
está mi padre y junto a él, alegre y con la gorra ladeada, bromea tío Paco.
Subida en el poyo de piedra, y posando con gracia aérea por encima del grupo,
mi madre esboza una sonrisa mientras sus ojos miran al objetivo de la cámara.
Capítulo seis de mi novela Robles Amarillos.
Que precioso relato, real y lleno de nostalgia.
ResponderEliminarMe pareció vivir esa vida, que en parte algo me ha tocado.