lunes, 10 de enero de 2011

El patio de la casa



         Estoy en el patio de la casa del pueblo. Son las siete de la tarde de un caluroso y seco domingo de agosto. Sentado a una mesa redonda de patas cortas, alrededor de la cual hay cuatro sillitas bajas de anea, de esas que se usan para salir a la fresca, en las noches de verano, a darle al pico con los vecinos, miro pausadamente el patio y, en la placidez de la tarde, intento darle un apunte al pintor que un día pretenda dibujar este espacio apacible y añejo.

         Enfrente de mí hay una pared blanca y una puerta que une el patio con la herrén y las cuadras. Al fondo se ve un cobertizo con tejado árabe, sobre el que resbalan los rayos amarillos, aún intensos, del sol. En un rincón, más a la derecha, testigo de los años y ajena a las tormentas, hay una parra vieja y abandonada a su suerte durante mucho tiempo. Está sin podar pero tiene animosas ramas verdes, que van avanzando como lianas persistentes por las guías que les hemos marcado para ayuda y sostén, y rugosos troncos, como sarmientos viejos, de los que penden racimos cumplidos de uvas color miel, que aquí llaman de cojón de gato. A estas horas todavía nos cobija del calor, pues está sabiamente plantada y eficazmente orientada hacia la sierra del Santo, desde donde por la mañana el sol tempranero inunda el pueblo de luz y de calor.
         Al lado de la parra hay dos puertas. La situada a la izquierda nos abre el paso a una cocina de pastor, con chimenea de tiro rápido y diestro trazado, que sólo devuelve el humo de la lumbre en los ratos de tormenta aparatosa y de ventarrones otoñales. Es una habitación de unos dos metros de altura, cuyo tejado descansa en un entramado de cuartones y cañizo. Un ventanuco que da a la herrén, dos faroles antiguos que jalonan la repisa de la chimenea y las tenazas y las trébedes traen recuerdos imposibles de su dueño antiguo, el tío José Melchor, que, con su familia, pasaría aquí las largas noches de invierno, contemplando hipnotizado el lento discurrir de las llamas, el borboteo de algún puchero y el paralelo fluir de silencios y conversaciones.
         A la derecha de la parra hay una puerta antigua de madera, curtida por el tiempo, con dos campanillos que suenan cuando se abre y se cierra. Da acceso a una cuadra, con pesebre de mampostería y una cama persistente de paja en el suelo. Aún se conservan en ella algunas garrafas, que en su día servirían para el acarreo del aceite de oliva desde el molino hasta las tinajas ubicadas en la troje, donde el tiempo iría aportando color y densidad al líquido.
         En la pared de mi derecha hay un amplio ventanal, desde el que se vislumbra una sala de estar y una cocina moderna, que aprovecha la luz del patio para disfrutarla, a buen cobijo, en las apacibles mañanas de invierno y en las tardes de primavera y otoño. En esta estancia había una chimenea,  ahora habilitada como lugar que concita  miradas y oídos, pero no para ver las brasas de la  lumbre, ni para oír el chisporroteo de los troncos, sino para ubicar la televisión y las cadena de sonido, esos medios modernos que cumplen la misma función que el fuego de las chimeneas después de cenar: la ensoñación de imágenes lejanas y ruidos diversos, aportados antes con el relato de algún experto en cuentos y chismes, y hoy con el mecanismo de un interruptor que acciona la entrada en la casa de mundos ajenos e idiomas de todos los lugares.

         A mi espalda está el hastial posterior de la casa, con una puerta de cristales rectangulares, protegida por una cortina, que da acceso al portal, umbrío y fresco en verano y luminoso y cálido en invierno. En la parte inferior de la pared, una ventana desahoga el baño de olores y humedades, y lo llena de luz filtrada por una persiana de madera. Este hastial, blanco de cal, contrasta con la fachada delantera, de color beige, como las demás viviendas de labradores y pastores del pueblo. De dos plantas, la casa conserva su sabor antiguo, si bien en sus tripas lleva tuberías de calor y de agua, de electricidad y de gasóleo, para permitir una vida más cómoda sin perder la estructura antigua. El portal es de baldosín viejo y tiene techos de madera y ladrillo visto. Este espacio da acceso a dos dormitorios amueblados sobriamente y en los cuales destaca algún detalle antiguo, como un cabecero de hierro con adornos dorados o unas ventanas de madera, con sus postiguillos, que atenúan la luz en la siesta y producen sensaciones placenteras de claridades y de sombras. Al lado de los dormitorios, un baño espacioso, elegantemente distribuido y decorado, da a la casa un toque señorial en el lugar más visitado después del patio.
         Desde el portal, subiendo por una escalera de empinados escalones, llegamos a la troje, cuyo techo es un entramado de madera y cañizo, como el de la cocina de pastor, pero abierto a dos aguas y con una altura respetable. Hay tres ventanucos, que permiten contemplar la sierra del Santo, los tejados del pueblo y un plácido semblante de patios encalados, que se extienden hacia las llanuras del sur, salpicadas del verdor de las higueras  y de las parras.

         Y por fin, a la izquierda de la mesa desde la que esto escribo, está la puerta falsa, por donde en su día entraban y salían las ovejas y las cabras. Al contemplarla en este momento de la tarde, se puede oír, en la melancolía de los tiestos y en el silencio de las piedras, los balidos de las ovejas y sus campanillos rumorosos y sosegados, y se puede ver el reguero de cagarrutas que dejaban, e incluso sentir cómo su olor, dulzón y algo desabrido, penetra por la nariz. Aún hoy, Linda, nuestra perra, descendiente de careas, se pasea por la herrén y por las cuadras olisqueando rincones, persiguiendo quizá el rastro de algún perro antiguo y pusilánime, o acaso en celo.
         Y cerca, muy cerca de la parra, bajo su sombra, en una sillita baja, Mariví cose una cortina para la puerta de la calle, y lejos de sus artículos, de su ordenador y de sus clases, evoca la higuera y el patio de su abuela La Fraila, donde, siendo niña, un día aprendió a bordar. Sintiendo el rumor profundo de sus raíces, mira a su alrededor y evoca desde este espacio vivo, y sin embargo antiguo, aquello que se fue, la infancia, y lo que queda de ella en este patio, que aún conserva el pilón del agua de la sierra deslizándose entre líquenes verdosos.
         Así es el patio de la casa, irregularmente cuadrado y plácidamente sombrío, a estas horas de la tarde. Aquí pasamos los atardeceres de agosto, oyendo el reloj de la torre de la iglesia, el canto de algún gallo, el pregón del último buhonero o el rumor de las conversaciones de los vecinos.
         Cuando ya ha anochecido, la temperatura desciende y es el momento de reponer fuerzas cenando gazpacho, algo de carne guisada y fruta fresca. Y después, un paseo con los amigos y una animada tertulia con un buen vaso en la mano. Y en la madrugada, cuando se tercie, volver tranquilos a casa, tender una manta en el suelo del patio, echarnos en ella para contemplar las estrellas y después acostarnos sin prisas y sin despertadores.
     
Jesús Bermejo Bermejo
Verano de 1995



Dedicado a Mariví



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