lunes, 10 de enero de 2011

Mis animales

En el principio fue Canelo, el gato gordo y remolón de mi abuela Isabel. Luego, la gata negra de mi madre, que parió varias veces muchos gatines. Uno de ellos fue aquel gallardo gato de ojos verdes del que ya he hablado en mis Robles. Y luego vino Monchi, mi gato gris, fiel y listo, que vivía a cuerpo de rey pero que te daba lo mejor de su compañía. Otro día hablaré de ellos, pues hablar de tus animales es hablar de tu vida y de los que te rodean. Hoy prefiero escribir de los más cercanos en el tiempo y  que aún viven o de los que han dejado de existir hace nada.

Linda


Era un día frío de invierno, de esos de fin de año, cuando apenas se ve el sol, pues una masa nubosa apelmaza el cielo. Salió Mariví a dar un paseo con Linda, y la perra, tan festiva y alegre como siempre, se preparó para ir al campo como en sus mejores tiempos.

Avanzaron por el camino de la Alberiza y, una vez más, Linda corría y corría por los olivares dando saltos elegantes y como sincopados, parecidos a los de los conejos a los que perseguía. Iba y venía, venía e iba, le gustaba volver ante su dueña de vez en cuando, demandando una caricia, de tal manera que cada paseo lo hacía cuatro o cinco veces.

Pero ese día no volvió, se quedó en el campo, quizá cerca de alguna oliva, encima de la tierra blanca, salpicada de piedras, o entre los chaparros que pespuntean las lindes de las fincas. Tal vez su corazón no resistió lo que su agilidad y sus extremidades le proponían, y posiblemente se quedó allí mismo después de un último espasmo sin futuro.

Mariví llegó a casa y me dijo que Linda no había vuelto con ella, como había hecho el día anterior, como había sucedido algunas otras veces; quizá volvería un poco después. Pero no esperamos, pues la noche iba a caer en seguida. Nos pusimos en marcha y regresamos al sitio donde se había quedado. La llamamos una y otra vez, pero Linda no volvió. Se hizo de noche y la buscamos por el pueblo; nadie la había visto.

Y nadie la vio ya más. Dejamos recado  a unos amigos, pues nosotros salíamos de viaje al día siguiente. Nos fuimos con el deseo de que apareciera, pero sabíamos que eso iba a ser casi imposible. Se habría quedado para siempre entre los riscos y las tierras que tanto correteó.

Linda nos alegró la vida durante más de quince años, con sus gracias y sus carantoñas, con sus juegos y sus brincos. Y cuando paseamos por el campo, aún se huele su trote fresco por los olivos.

Noviembre de 2010


Tara



Tara es una gata blanca, con unas orejitas y un morro negros, unos bigotes cuidados y unos ojos azules imponentes. Llegó a nuestra casa cuando contaba sólo con unos meses, y ya va para dieciséis años que nos acompaña.

Desde pequeñita ha sido una gata ágil y sociable, a la que le gustaba mucho descubrir los rincones de la casa, sitios frescos en verano y calentitos en invierno. Es limpia y discreta, elegante en su forma de comer y caminar, y gruñona cuando la dejamos algún fin de semana sola  en casa, con su agua y su comida, pero sin compañía.

Tara es fiel a la casa y cariñosa casi siempre, con ganas de mimo. La he visto sentada encima del microondas, en la repisa del baño mientras Mariví se maquilla, en la mesa del estudio, junto al ordenador, extasiada con el icono del ratón. Metida dentro de un cajón de la mesa grande, sin saber por dónde salir; subida en la estantería de los libros, escondida en el armario ropero, debajo de la lámpara del salón, a modo de caperuza de peluquería.  En fin, la he visto en los lugares más inverosímiles. Aunque lo más para Tara en invierno es colocarse junto al trasero de uno de nosotros cuando estamos en la cama ; si es verano, con quedarse de centinela en una esquina se conforma.

Siempre era la primera en percibir que alguno de nosotros iba a llegar a casa: estuviera donde estuviera, iba calladamente por el pasillo hacia la puerta, y en la cómoda esperaba a que entrásemos; ahora le gana a menudo la partida Pipo, pues anda algo sorda y bastante delicada.

Tara es también pequeña, peluda y suave, como Platero. Y ahora está viejecita, dolida y muy mimosa. Come muy poco, pero siempre necesita tener a su disposición algo para llevarse a la boca y agua fresca, para no tener que robársela a Pipo.

A Tara le molesta mucho viajar y, cuando lo hace, se pasa todo el tiempo maullando en su bolso. Pero luego disfruta de lo lindo una vez que está en la casa del pueblo. Pasea  por el patio, camina por los tejados, come más y maúlla menos. Aún recuerdo una noche de bodas en el tejado, hace ya bastantes años…

Hace unos meses estuvo a punto de morirse. Sólo el tesón de Mariví y los buenos cuidados del veterinario lograron enderezar su salud. Ahora parece recuperar tiempos mejores. Pero, en el silencio de la noche, a veces el dolor la descontrola y maúlla insistentemente. Es el momento de que una llamada, “Tara, Tari”, la invite a venir a la cama y, cobijada en una caricia, se calme y se relaje mientras nos deja descansar a todos.


PD)

Y ahora, a mediados de enero de 2011, Tara ha empeorado progresivamente y, en los últimos días, ya no comía ni bebía y apenas se quejaba. Se ponía bajo la mesa del salón o en medio del pasillo, y ahí permanecía quieta, sin moverse, como esperando la nada. La llevamos al veterinario y apenas mejoró un poquitín. Hoy nos han dicho que nada podía hacerse. Así que hasta aquí ha llegado la vida de Tara, 16 años, una gata  blanca, peludita, suave, de imponentes ojos azules, cariñosa y juguetona. Tara, que llegó a esta casa cuando la inauguramos y que nos deja hoy un poco huérfanos de sus suaves peticiones de comida, de mimos y de caricias. 
 



Pipo



Entró en nuestra vida como sin querer, ocupando el hueco que Linda había dejado unos meses antes, cuando desapareció. Pipo era entonces un cachorrillo semiabandonado de color canelo, que mordisqueaba todo lo que encontraba a su paso, y que alborotaba la vida allí por donde pasaba. Pero también era un perro miedoso y precavido: aún recuerdo cómo se resistía a entrar en el ascensor cuando nos lo trajimos del pueblo.

Pipo es un perro alegre, bruto y cariñoso. Siempre está dispuesto a saludarte y a jugar, para él es lo mismo, y también a salir de paseo. Come cuanto se le echa en su cuenco, pero además, al menor descuido, se zampa en un santiamén cualquier manjar que encuentre por la calle. Aunque para manjares, aquellos dos filetes de ternera que hábilmente secuestró de una bolsa del supermercado dejada en el suelo de la cocina, cuando sonó el teléfono una tarde de este otoño que está terminando. Eso sí, en cuanto lo advertí y se lo reproché, se fue directamente al rincón del castigo sin que yo le dijera nada más.

Es un perro práctico y astuto. Y testarudo. En el pueblo se pierde siempre al volver del paseo por el campo, y eso le permite callejear y husmear a su antojo, y buscar encuentros con sus amigas. Después, cuando lo considera oportuno, vuelve a casa y llama a la puerta falsa para que le abramos y, si no estamos, unas veces opta por darse una vuelta más y otras, por echarse en la calle hasta que regresemos.

Pipo es cariñoso, muy cariñoso, con todos aquellos a los que les gustan los perros, y juega con ellos hasta el agotamiento, sin más límite o freno que el que se le imponga con reiteración. Pero ignora sin rencor alguno a las personas que no conectan con los perros, no les hace caso alguno, les deja estar en paz.

Hasta en el dormir es práctico y brutote. Se le ve a menudo panza arriba, despatarrado y con todo al aire, muy lejos de la dulzura de Linda cuando estaba dormida. Aunque también Pipo puede ser elegante y delicado, como cuando prepara su cama en invierno, haciendo un ovillo con la jarapa de la cocina y enrollándose en ella hasta encontrarse a gusto.

Lo más bonito de Pipo es su mirada, siempre tierna y transparente. Y lo que más enfada, su comportamiento en el pueblo, cuando, libre de correas, lo llamas y, en lugar de venir, hace un quiebro como de juego y se marcha corriendo a la ventura, perdiéndose por las calles.

Su tozudez va unida a la  seguridad de encontrar la casa abierta a su regreso. Pero su mirada siempre es la mejor prenda  de su fidelidad y de sus atenciones.


Dedicado a Ana

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