lunes, 10 de enero de 2011

Gregoria



         Al tocar el timbre, leo un papel pillado con el marco: “Estoy en casa, llámame por la huerta”. Me acerco y, por una rendija de la puerta falsa, veo a Gregoria entre flores y árboles, repartiendo el agua con su surtidor como una diosa griega.
         -¡Gregoriaaa!- No contesta. Insisto. Al poco rato, sale a mi encuentro, mañanera y sonriente.
         -Te estaba esperando, aquí, entre los tomates y las calabazas. Todavía no me he puesto el aparato, hasta mediodía voy sin él, por eso no te oía.
         Viste un blusón de color negro, ancho y fresco, que luce un pavo real destacando en la negrura. Lleva el pelo recogido bajo una gorra de béisbol de visera amarilla, y los pies calzados con unas zapatillas de deporte blancas.
         -Ya ves, en pleno verano y con calcetines de lana, así me duele menos la pierna.
        
          Gregoria tiene 87 años, varios hijos y nietos, dos perros, un gato y una casa de pueblo, con un patio alegre y fresco y una huerta verde al lado. En cuanto apunta la primavera, deja la ciudad y se viene a vivir a su aire hasta que llegan la primeras heladas. Aquí cuida de sus plantas y de sus animales, come lo que le gusta, habla con quienes la visitan y escribe cuando le llega la inspiración.       
          La casa es su vivo retrato. La hicieron entre ella y su marido, y aún se ve la ilusión sembrada en los rincones. Entras en el portal y te transportas a su edad joven, los baldosines de los cincuenta, las paredes jalbegadas, las puertas de gris, los cuartones sujetando el techo de ladrillos rojos... Es una casa de jornaleros.

         -Al salir de la cárcel, a mi marido- pobrecito mío, estaba ensangrentado como el Señor en la pasión cuando fui a verlo donde la Catalana- sólo le daba jornales el abuelo de tu mujer. Pero aquello no bastaba, así que  tuvimos que irnos a Madrid. Allí pasé veinte años, los mejores de mi vida, cuidando a una señora inválida. Hasta que murió y decidimos volvernos al pueblo.
         Avanzas por el portal y surge, a la derecha, la alcoba: una cama grande, una mesilla de noche y una cortina blanca que protege la intimidad del descanso. Al lado de la ventana, una mesa redonda, un sillón mullido y unos cuantos cuadernos recogen su imaginación y la convierten en poesía.
         En el cuarto de enfrente, ves una chimenea y dos sofás, en los que Gregoria pasa buenos ratos descansando, atizando la lumbre, viendo la televisión o leyendo. Unas anillas, que penden del techo,  le permiten hacer frente a los chasquidos de las articulaciones y mantener su pierna en buen estado.

         La cocina es un remanso de libertad. La única regla consiste en comer cuando hay hambre, cosas sanas, un poco de todo, que todo es bueno.
         -Estuve diez años tomando sólo verde, nada de carne ni pescado, pero ahora como lo que quiero.
         Al lado de la cocina, el jardín, una fuerza de misterio que ella cuida con primor: rosas, jazmines, petunias, claveles, geranios, lirios, gladiolos... El pozo, que trae agua de lo profundo mediante un sistema ingenioso, le permite regar durante toda la mañana. Recluidos en la leñera, mientras dure mi visita, los perros quedan atrás.
         Gregoria me hace pasar a la huerta y me enseña su peral, su  manzano- se cae la fruta porque este año no he fumigado- el albaricoquero, las calabazas de cabello de ángel, los tomates, los pimientos, las cebollas...
         -Antes cogía todos los albaricoques, ninguno se pudría. Al levantarme, iba al árbol y comía hasta que no podía más, me gustaban mucho. Ahora, sólo dos o tres. Ya  nadie los quiere, ayer los varearon para los cerdos, aún no han venido por ellos. Al final, ya verás, abriré un hoyo y los enterraré, yo ya no estoy para llevarlos al contenedor.
         Se agacha y arranca una planta para que la siembre en mi jardín, dice que da unas flores azules muy bonitas y que apenas hay que cuidarla.
         -Hasta hace poco, todo esto lo tenía sembrado y limpio, no había ningún hierbajo. Ahora, aquí me ves, sufrida en el azadón, que es ya más bastón que herramienta. Me tendrán que enterrar con él.
         Ya en el frescor del portal, Gregoria me cuenta cosas de su vida, penalidades y alegrías, que de todo ha habido.
         -Una vez me dijo un médico: “Señora, lo que tiene que hacer usted  es olvidarse de las cosas malas y acordarse sólo de las buenas. Es como mejor se vive”. Yo creo que tenía razón aquel doctor, pero es imposible llevarlo a cabo.             
        
         Gregoria disfruta con la casa y con la huerta, con el jardín y con su imaginación. El año pasado le publicaron  Desde mi casita vieja, un libro que recoge sus mejores poesías y que, claro está, se sabe de memoria.
         -Yo disfruté mucho aquellos días, mucho. Me decía la gente: “Vamos, mujer, a tu edad, vas y escribes un libro”.
         Gregoria me dice que este invierno ha estado escribiendo cuentos.
         -De niña, mi madre me entretenía con algunos, por ejemplo el de la cigarra y la hormiga. Yo los arreglo a mi manera, doy nombre a los personajes y me invento cosas -dice con picardía ladeando la visera de su gorra.
         Sentada en su silla, mientras habla relajada y contenta, me fijo en su mirada y en sus manos, en su voz y en su apariencia, una sinfonía de atrevimientos tan libre y personal como cuando sale a la calle, con su moño alto, su blusa de encaje y su pantalón negro.
         -Ya no puedo andar mucho, me falla la pierna. Al ir a algún recado, a veces me tengo que volver desde la plaza, porque no puedo más. Estoy torpe, me canso mucho cuando salgo.
         -Ya quisiera mucha gente agacharse como tú lo hacías hace un rato    -le digo.
         - A mí eso no me cuesta trabajo, lo he hecho toda la vida, y además me viene bien para las piernas.
         Me habla de la Residencia, y de cómo una monja que en ella trabaja le comentó que tenía que ingresar pronto, que allí estaría mejor atendida.
         -Sí, le dije, pero si  yo me levanto hoy con gana de comer pimientos fritos, voy a la huerta, los corto, los frío y me los como. En la Residencia me aviarían con un vaso de leche y unas galletas, velahí la diferencia.
        

         Después de un buen rato conversando, me despido de Gregoria y la invito a ir a mi casa. Ella se sumerge en la soledad de la suya, como hacemos todos cuando, cerradas las puertas y calladas las voces, seguimos conviviendo con nosotros mismos.


 Jesús Bermejo Bermejo
 Verano de 2000        


        
        

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