lunes, 10 de enero de 2011

Los cubiertos de Mariscal, los zurdos y mis abuelos

08 Ene 2008

Como se sabe, el pintor Mariscal diseñó hace algún tiempo una colección de cubiertos que distribuye El País. La verdad es que son bonitos... pero absolutamente inútiles para los zurdos, como se puede observar en la foto adjunta.

Como yo soy zurdo, y lo único que hago con la derecha es escribir y algunas otras cosas que se imponían a los de mi cuerda cuando yo era niño, siempre he estado atento a lo específico de mi situación.

Los zurdos somos el 10% de la población, una minoría que aparece en todas las profesiones, países, clases sociales, identidades sexuales y épocas históricas.

 

En mi novela corta Robles Amarillos dediqué un capítulo a mis abuelos y los zurdos. Aquí va:

"Mis abuelos- Antonio y Fernando- eran zurdos, como mi hermano Emilio, como yo. Me gusta que los dos hayan sido galochos y me imagino su  rebeldía ante las continuas pullas de las gentes con las que convivieron.

¿Herencia? ¿Caprichos del destino? ¿Privilegio o desgracia? ¡Qué fastidio aguantar a los diestros cuando, con aires de superioridad, te dicen que así no se parte el pan, que lo estás haciendo al revés, que te vas a cortar! Saben de su inutilidad para con la mano izquierda y piensan que a nosotros nos ocurre lo mismo. Lo que en realidad les sucede es que se sienten confusos ante nuestra eficacia, y eso les provoca dudas acerca de su propia identidad. En la familiaridad de los actos cotidianos, los zurdos ponemos en evidencia el determinismo de un mundo concebido para hacer las cosas sólo a la  manera de los diestros.

Me he citado con mis dos abuelos en el Venero, junto a la arqueta del agua, para dar un paseo con ellos y charlar un rato. Abuelo Fernando viene por la calle de la Raya y al llegar junto a mí, me mira como pidiéndome confirmación  y le digo que sí, que soy Antonio, su nieto, aquél al que, hace muchos años, llevó a la escuela en pijama. Me dice que viene del más allá y que, casi sin darse cuenta, al salir del camposanto, ha ido a dar una vuelta por su barrio. Alto, callado y a buen paso, sube abuelo Antonio por la calle de la Fuente y pasa junto a la poza en la que lavaban la ropa las mujeres. Al salir del cementerio también se ha ido a pasear, para ver qué había por por el barrio de abajo, después de tantos años de ausencia. Al llegar, saluda a su  consuegro y se queda mirándome; como no me conoce, mira de nuevo al otro abuelo y éste nos presenta. Me da un gran abrazo y, con los ojos brillantes y las aletas de la nariz húmedas, me dice que le recuerdo mucho al Antonio que él fue, cuando estuvo en Buenos Aires.

Emocionado y feliz entre mis dos abuelos, les pido que  miren hacia la lejanía de la sierra y, señalando los tres con el índice zurdo, decimos al unísono: “¡Robles Amarillos!”. Un nevero grande, a lomos de una ladera gris, sostiene la mirada de los tres mientras dice abuelo Fernando: “Allí hay claveles amarillos, que en otros sitios llaman narcisos. Cuando yo subía por San Juan, le traía a tu abuela Ana  un buen manojo y los ponía en el jarrón del portal. Le gustaban mucho”. Pensativo y algo ensimismado, nos dice abuelo Antonio: “Allí, cerca del nevero, se desnucó una vaca de mi padre cuando iba cucando porque le había picado la mosca. Nos quedamos algún tiempo sin yunta, y yo lloré mucho al ver a la Garbosa en el carro del tío Sempronio cuando pasaron junto a la escuela. Todo el recreo se quedó mudo pues era la primera vez que veíamos la muerte de cerca”.

Paseando hacia los pinos de tío Isaac, charlamos los tres de las manías de los diestros para con los zurdos y de cómo las palabras que se refieren a nosotros tienen todas un tinte de desprecio y de rencor. Les  propongo  a mis abuelos que nos riamos un poco de algunas definiciones que nos destina el diccionario. Saco un papel del bolsillo de la chaqueta y  leo con guasa: “Zurdo quiere decir apartarse de la razón y el juicio, no ser hábil, inteligente ni experimentado”. “¡Vaya por Dios!”, dice abuelo Fernando. “Galocho significa dejado, desmalazado, de mala vida”. “¡Aviados estamos!”, añade abuelo Antonio. “Afortunadamente las cosas van cambiando- les digo- y el mundo se va haciendo más tolerante con los que son diferentes de la mayoría, también con los zurdos. Hoy los niños pueden escribir con la mano izquierda si así les orienta su instinto, muchas máquinas son aptas para las dos manos y en muchas ciudades hay tiendas con cosas específicas para nosotros.”

Abuelo Fernando se quita el sombrero, se pasa la mano por la frente y dice: “Hijo, no puedes imaginarte cuánto me alegra lo que nos estás diciendo. Antes lo pasábamos muy mal. Recuerdo que una vez me hice yo una hoz con el corte aparente para mi mano, pues estaba ya hasta arriba de segar la cebada  con una herramienta de diestros. Tendríais que haber visto la cara que pusieron mis compañeros de faena, aquel día en que me presenté al corte con mi nueva hoz.”

-¡Qué! ¿Qué tenemos que segar hoy?- les dije.

-Desde esa pared hasta la canchalera- contestó Macario.

-Bueno, yo me encargo de la parte de la pared  y vosotros dos comenzáis por la canchalera- les dije, mientras se quedaban boquiabiertos  cuando les enseñé mi nueva herramienta.

-¡Ten cuidado, Fernando, a ver si te vas  a cortar!- me provocaban. Con menos esfuerzo que cualquier otro día, segué yo solito la mitad del terreno señalado mientras mis dos compañeros se hacían con la otra mitad. Yo me pavoneaba y ellos se defendían diciendo que su parte era más pedregosa que la mía, a lo que contesté: 

¡Hombre, Macario, que yo soy zurdo pero no tonto!”

Al terminar de contar su historia, nos reímos un buen rato y luego nos quedamos en silencio. Abuelo Antonio carraspea, suspira brevemente y dice: “Yo observé en Buenos Aires que los zurdos, chicos y grandes, escribían con su mano y nadie se lo afeaba. Pero al volver a Aravalle, qué mareo de nuevo, con aquellas retahílas contra el uso de nuestra mano. Pero era la zurda la  mano que yo usaba para manejar la azada, deshacer el cerdo, colocar la leña, clavar puntas, abrir puertas, pegar sellos, partir el pan, llevar la esteva del arado, uncir las vacas, apilar el tabaco, servir los chatos de vino...”

Se me desvanece la figura de los dos cuando pasamos junto al camposanto de abuelo Fernando- él venía del más allá de su religión- o el cementerio de abuelo Antonio- él venía de la nada, que, según su forma de pensar, es donde están los que ya se fueron. Yo sigo andando y no vuelvo la vista atrás, pues hay que dejar que los espectros vuelvan solos a su morada, sin que les perturben miradas interrogantes.”

 




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